viernes, 10 de julio de 2015

BALOTAGE Y VOTO EN BLANCO


por Teodoro Boot

Para ahorrar el tiempo de ciertos lectores urgidos de discernir y clasificar cuanto antes las intenciones del autor, empecemos por un par de las posibles conclusiones de esta nota: votar en blanco en un balotaje es una de las propuestas más bobas que a una fuerza política se le pueden ocurrir y una de las reacciones más estériles  y presuntuosas de cualquier votante.
Bien. Ahora que somos menos, avancemos de a poco.

Una tradición nacional
La abstención y el votoblanquismo forman parte de la tradición política argentina, pero no siempre un mismo instrumento tiene efectos políticos similares.
La abstención electoral yrigoyenista de tiempos anteriores a la ley Senz Peña, siempre acompañada de acciones revolucionarias, puebladas, insurrecciones y conjuras militares, tiene poca o ninguna relación con la abstención electoral impulsada por Alvear durante la primera mitad de la Década Infame. En el primer caso, era parte de la protesta radical contra el fraude institucionalizado. En el segundo, la coartada necesaria de la oligarquía para la instauración del “fraude patriótico”.
El peronismo hizo uso frecuente del voto en blanco durante los largos 18 años en que estuvo impedido de participar de los actos electorales. Se trató, en general, de un voto en blanco orgánico, parte de una protesta contra la proscripción que incluía sabotajes, acciones armadas, huelgas, tomas de fábrica, conspiraciones militares y asonadas guerrilleras. 
El votoblanquismo peronista contó con gran legitimidad popular pues eran vastos los sectores del pueblo impedidos de expresarse electoralmente en libertad, pero su efectividad fue relativa: si bien por su masividad el voto en blanco no permitió la consolidación de otra fuerza política mayoritaria a expensas del peronismo, tampoco impidió la instauración gobiernos con aura de democráticos y la prolongación durante 17 años del régimen instaurado por la Revolución Libertadora. 
Más o menos efectivo, la importancia del votoblanquismo peronista radicó tanto en su masividad como en su permanente vinculación con acciones revolucionarias. El mensaje era claro: no habría posibilidad de sistema político estable y duradero si se insistía en excluir y prohibir la participación electoral del partido político mayoritario.

El balotaje
El balotaje carece de cualquier clase de vínculo con el fraude o la proscripción. Consiste en una votación en segunda instancia entre las dos fuerzas más votadas de una elección, si acaso ninguna de ellas hubiera arribado al 50% de los votos válidos emitidos. Su propósito sería impedir que alguien acceda al gobierno sin contar con el apoyo explícito de, por lo menos, el 50% de los votos válidos emitidos en esa segunda instancia. 
El argumento: otorgar mayor legitimidad al nuevo gobierno, lo que en un régimen de representación proporcional carece de lógica y sentido. La legitimidad y capacidad de gobernar de un partido están íntimamente relacionadas con el número de legisladores con que cuenta en la(s) cámara(s). Pero como los legisladores son electos tras la primera ronda electoral y el resultado del balotaje no otorga al triunfador ningún plus de legisladores, en realidad, el balotaje no otorga ni más poder ni mayor legitimidad.
La razón de fondo del sistema de balotaje es dar a un conjunto de partidos y ciudadanos la posibilidad de coaligarse contra quien haya obtenido mayor número de votos. Este fue el propósito casi explícito del sistema electoral ideado por Arturo Mor Roig en 1972 e implementado por la dictadura de Agustín Lanusse para las elecciones de 1973. Ese también fue el propósito del sistema de balotaje uruguayo gracias al que, al menos en 1999, blancos y colorados pudieron impedir el acceso al gobierno del Frente Amplio, triunfante en la primera vuelta electoral.
Tal el sistema por el que, con argumentos y generalizaciones bastante pueriles, se inclinó la asamblea  constituyente porteña en 1996. 
En cambio, el sistema de balotaje que rige a nivel nacional no es más que otro de los muchos remiendos y engendros irracionales surgidos de las negociaciones del Pacto de Olivos: un balotaje que no parta del hecho de que ninguno de los dos primeros candidatos haya sacado el 50% de los votos  es tan balotaje como el carril exclusivo para colectivos es un metrobus.
Pero así es la ley. 

La papelera de reciclaje
En la ciudad de Buenos Aires rige un balotaje como dios manda: o un candidato obtiene el 50% de los votos o va a una segunda vuelta con el segundo. Ante esa instancia están ahora los porteños, con las cosabidas confusiones, petulancias y vanidades del caso.
Conviene aclarar que un balotaje no es una elección sino una opción, que es a lo que queda reducida cualquier elección entre sólo dos alternativas.
Conviene también aclarar que a ninguna fuerza política le fue impedida la participación electoral de manera que, en su momento, los ciudadanos pudieron inclinarse por aquellos que más se acercaran a sus preferencias o pretensiones. Quienes se sienten cercanos al nacionalsocialismo pudieron perfectamente votar al Führer Alejandro Biondini. Es verdad que muchos tal vez hubieran preferido hacerlo por el auténtico Führer, pero ya está visto que no se puede todo en la vida. 
La cuestión es que, con sus carencias e insatisfacciones, las elecciones se realizaron y los ciudadanos pudieron votar sin impedimentos. Ahora llega la segunda instancia, cuando es necesario optar por uno de los dos candidatos más votados. De eso únicamente se trata: no hay terceras o cuartas alternativas, pues no puede haberlas: es un batolaje, no una elección.
Por lo que se ve, a no pocas personas y a algunas fuerzas políticas les resulta arduo entender esta diferencia. Mezclando peras con motores de combustión interna, creen ver coartada su libertad y ponen el grito en el cielo: “No pueden obligarme a optar entre dos tipos que no me gustan”.
Lamentamos informar que, justamente, de eso se trata y que, le guste o no, eso terminará haciendo todo votante, en forma consciente o inconsciente, ya que en el balotaje se computan únicamente los votos emitidos en forma positiva. El voto en blanco no es, no existe. Para decirlo en las truculentas palabras del teólogo existencial Jorge Rafael Videla, “No es, no está; está desaparecido”.
En rigor de verdad, la máquina de votación electrónica no debiera contemplar para el balotaje la posibilidad de voto en blanco o, en todo caso, tendría que llamar a esa casilla “papelera de reciclaje”, en razón de que esos votos ni siquiera se cuentan. Es como si en una votación tradicional, los votos en blanco fueran depositados no en una urna, sino en una máquina trituradora de papeles.
Así las cosas, por acción consciente, omisión o voto en blanco, el ciudadano no hace más que inclinarse por una de las dos opciones que surgieron del resultado electoral. En el caso puntual, sí o sí optará por Rodríguez Larreta o por Lousteau, así no concurra al comicio o vote en blanco. Su no voto o su voto en blanco beneficiará a quien cuente con mayores posibilidades de voto. Para el caso y hoy por hoy, Horacio Rodríguez Larreta.
Cualquiera está en su derecho a votar por Rodríguez Larreta, así como a hacerlo por Lousteau, pero sería bueno que se tratara de un acto consciente, que no crea estar haciendo una revolución cuando no hace más que votar al Pro.
El voto en blanco, instrumento electoral de protesta si los hay, ¿contra quién iría dirigido en este caso? ¿Contra quién protesta quien vota en blanco en un balotaje? ¿Contra sí mismo, por no haber obtenido en número suficiente de votos?
Al ser una protesta difusa y directamente surrealista, y al no computarse, al no formar parte del resultado más que indirectamente (reforzando las chances del más votado) el voto en blanco en un balotaje resulta una tontería política asombrosa y una demostración de presuntuosidad y arrogancia individuales dignas de más útiles causas y mejores empeños

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