domingo, 7 de abril de 2013

"...jamás he abandonado un amor"

En este último fragmento que subo de Alain Badiou, el autor reflexiona sobre la construcción del amor
Aborda temas interesantes como las diferentes representaciones, la diferencia, el encuentro, el acontecimiento, el amor como construcción o como suceso de fusión, el éxtasis, la cuestión de la duración.
Cuestiona asimismo la idea pesimista (proveniente de los moralistas franceses) de que el amor no existe, es algo imaginario, entre otras. 
"Un amor verdadero es aquel que triunfa duraderamente, a veces duramente, sobre los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le proponen".


Pienso que es necesario abordar la cuestión del amor a partir de dos puntos que corresponden a la experiencia de cada uno. Primero, en el amor se trata de una separación o una disyunción, que puede ser la simple diferencia de dos personas con su subjetividad infinita. Esta disyunción es, en la mayoría de los casos, la diferencia sexual. Y cuando no es el caso, el amor impone a pesar de todo que se confronte a dos figuras, a dos posturas de representación diferentes.
Dicho de otro modo, en el amor, uno tiene un primer elemento que es una separación, una disyunción, una diferencia. Tenemos un Dos. En el amor se trata, ante todo, de un Dos. El segundo punto, es que, precisamente porque se trata de una disyunción, en el momento en que lo Dos se va a mostrar, a entrar en escena como tal y experimentar el mundo de manera nueva, no puede tomar más que una forma azarosa o contingente. 
Es lo que se llama el encuentro. El amor se inicia siempre en un encuentro. Y a este encuentro yo le doy el estatuto, de alguna manera metafísico, de un acontecimiento, es decir de algo que no entra en la ley inmediata de las cosas. 
Los ejemplos literarios o artísticos que ponen en escena este punto de partida del amor son innumerables. Muchos relatos y novelas han sido consagrados a casos en los que lo Dos es particularmente pronunciado, en los cuales los dos amantes no pertenecen a la misma clase, al mismo grupo, al mismo clan o al mismo país.
Romeo y Julieta siguen siendo, evidentemente, la alegoría de esta disyunción, puesto que pertenecen a mundos enemigos. 
Este lado diagonal del amor, que pasa a través de las dualidades más poderosas y las separaciones más radicales, es un elemento absolutamente importante. El encuentro entre dos diferencias es un acontecimiento, algo contingente, algo sorprendente, como “las sorpresas del amor” (el teatro, una vez más). A partir de este acontecimiento, el amor puede ser iniciado o introducido. Es el primer punto, absolutamente esencial. Esta sorpresa pone en marcha un proceso que es fundamentalmente una experiencia del mundo. 
El amor no es simplemente el encuentro y las relaciones cerradas entre dos individuos, es una construcción, es una vida que se hace, no ya desde el punto de vista de lo Uno, sino desde el punto de vista de lo Dos
Es lo que yo llamo la “escena de lo Dos”. Personalmente, siempre estoy interesado en la cuestiones de la duración y el proceso, y no solamente en las cuestiones del comienzo.

Según usted, el amor no se resume al encuentro, sino que se realiza en la duración. ¿por qué razones rechaza la concepción fusional del amor?

Creo que hay una concepción romántica del amor todavía muy presente, que, de cualquier manera, lo consume en el encuentro. Es decir, que el amor se quema, se consuma y se consume al mismo tiempo, en el encuentro, en un momento de exterioridad mágica en el mundo tal cual es. Ahí, algo llega que es del orden del milagro, una intensidad de existencia, un encuentro fusional. 
Pero cuando las cosas se despliegan así ya no estamos ante la “escena de lo Dos”, sino ante la “escena de lo Uno”. Es la concepción fusional del amor: los dos amantes se han encontrado y algo así como un heroísmo de lo Uno tiene lugar contra el mundo. Se notará que, generalmente, en la mitología romántica, este punto de fusión conduce a la muerte. 
Hay un vínculo íntimo y profundo entre el amor y la muerte, cuya cumbre es sin duda el Tristán e Isolda de Wagner, porque el amor se ha consumido en el momento inefable y excepcional del encuentro y porque después ya no puede entrar en el mundo que sigue siendo exterior a la relación.
Es una concepción radicalmente romántica, y creo que debe ser rechazada. Es de una belleza artística extraordinaria, pero, a mi juicio, tiene un inconveniente existencial muy grave. Creo que hay que tenerla por un poderoso mito artístico pero no por una verdadera filosofía del amor. Porque, después de todo, el amor tiene lugar en el mundo. Es un acontecimiento que no era previsible o calculable según las leyes del mundo.
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Por supuesto que existe el éxtasis de los comienzos, pero un amor es ante todo una construcción duradera. Digamos que el amor es una obstinada aventura. El lado aventurero es necesario, pero no lo es menos la obstinación. Dejarse caer al primer obstáculo, a la primera divergencia seria, en los primeros aburrimientos, no es sino una desfiguración del amor. Un amor verdadero es aquel que triunfa duraderamente, a veces duramente, sobre los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le proponen.
...
La cuestión de la duración es lo que me interesa del amor. Precisemos: por “duración” no hay que entender principalmente que el amor dure, que se ame siempre o para siempre.
Hay que entender que el amor inventa una manera diferente de durar en la vida. Que la existencia de cada uno, en la prueba del amor, se confunde con una temporalidad nueva. Ciertamente, para hablar como el poeta, el amor es también el “duro deseo de durar”. Pero, más todavía, es el deseo de una duración desconocida.
Porque, como todo el mundo sabe, el amor es una reinvención de la vida. Y reinventar el amor es reinventar esta reinvención.

En su obra Condiciones usted rechaza ciertas ideas tenaces sobre el amor, particularmente la concepción del sentimiento amoroso como ilusión, muy querida por la tradición pesimista de los moralistas franceses, según la cual es amor no es más que “el semblante ornamental por donde pasa lo real del sexo” o bien que “el deseo y el goce sexual son el fondo del amor”. ¿Por qué critica esta concepción?

Esta concepción moralista pertenece a una tradición escéptica. Y esta filosofía pretende que en realidad el amor no existe y que no es más que el oropel del deseo. Según esta visión, el amor no es más que una construcción imaginaria pegada sobre el deseo sexual. Esta concepción, que tiene una larga historia, nos invita a desconfiar del amor. Por ello, pertenece ya al registro securitario, porque consiste en decir: “Escucha, si tienes deseos sexuales, realízalos. Pero no te hagas ilusiones con la idea de que es necesario amar a alguien. ¡Prescinde de todo eso y ve derecho al objetivo!”
Pero en este caso, yo simplemente diría que el amor es descalificado –o deconstruido, si se quiere en nombre de lo real del sexo.
Sobre este punto quisiera hacer valer mi experiencia viva. Yo conozco, y creo que un poco como todo el mundo, la insistencia del deseo sexual. Mi edad no me lo ha hecho olvidar. También sé que el amor inscribe en su devenir la realización de este deseo. Y es un punto importante porque, como toda una literatura muy antigua nos dice, el cumplimiento del deseo sexual funciona también como una de las raras pruebas materiales, absolutamente ligada al cuerpo, de que el amor es algo más que una declaración. La declaración del tipo “te amo” sella el acontecimiento del encuentro, y es fundamental: compromete. Pero liberar nuestro cuerpo, desnudarnos para el otro, cumplir los gestos inmemoriales, renunciar a todo pudor, criar, toda esta entrada en escena del cuerpo vale como prueba de un abandono al amor.
Y por lo mismo, se trata de una diferencia esencial con la amistad. La amistad no tiene prueba corporal, resonancia en el goce del cuerpo. Y ello porque es el sentimiento más intelectual, de ahí que aquellos filósofos que desconfían de la pasión lo hayan preferido siempre. El amor, sobre todo en la duración, tiene todos los rasgos positivos de la amistad.
Pero el amor se relaciona con la totalidad del ser del otro, y el abandono del cuerpo es el símbolo material de esta totalidad. Se dirá: “¡Pero no! Es el deseo y sólo él quien funciona, entonces.”
Yo sostengo que, en el elemento del amor declarado, es esta declaración, incluso si es todavía latente, la que produce los efectos de deseo, y no directamente el deseo. El amor quiere que su prueba envuelva el deseo. La ceremonia de los cuerpos es entonces el testimonio material de la palabra, es eso a través de lo que pasa la idea de que la promesa de una reinvención de la vida será sostenida, y primera a ras de cuerpo. Pero los amantes saben, hasta en el más violento delirio, que el amor está ahí, como un ángel guardián de los cuerpos, en el despertar, en la mañana, cuando la paz desciende sobre la prueba de que los cuerpos han entendido la declaración de amor.
He ahí la razón por la cual el amor no puede ser, y creo que no lo es para nadie sino para los ideólogos interesados en su pérdida, un simple revestimiento del deseo sexual, una astucia complicada y quimérica para que se cumpla la reproducción de la especie.

Después de esto, jamás he renunciado. Ha habido dramas, desgarrramientos e incertidumbres, pero jamás he abandonado un amor.

AMOR Y POLÍTICA, POLÍTICA Y AMOR

Subo un fragmento de "Elogio del amor", publicado por Alain Badiou en 2010. El trabajo está estructurado como un diálogo con Nicolas Truong, periodista en temas culturales (no es un Marcelo Bonelli, les aseguro). 
En el texto, las referencias al comunismo eurocéntrico (no puede pedírsele a Badiou, nacido en Marruecos pero definitivamente europeo, que piense como un tercermundista)  pueden resignificarse sin dificultad desde la perspectiva situada de un país periférico como Argentina.
No deja de ser interesante la identificación del amor como un acto musical. Una buena lectura de fin de semana.


¿Por qué la política es un pariente del amor? ¿Será que hay, igualmente, acontecimientos,
declaraciones, fidelidades?

A mi juicio, la política es un procedimiento de verdad, pero que se refiere a lo colectivo. Es decir, que la acción política hace verdad de aquello que lo colectivo es capaz. Por ejemplo, ¿es capaz de igualdad? ¿es capaz de integrar lo que le es heterogéneo? ¿de pensar que no hay más que un solo mundo? Y cosas por el estilo. La esencia de la política está contenida en la cuestión: ¿de qué son capaces los individuos cuando se unen, se organizan, piensan y deciden? En el amor se trata de saber si son capaces, de a dos, de asumir la diferencia y hacerla creadora.
En la política se trata de saber si son capaces, como número, incluso como multitud, de crear la igualdad. Y, lo mismo que en el horizonte del amor para socializar la gestión está la familia, igualmente en el horizonte de la política para reprimir el entusiasmo está el poder, está el Estado.
Entre la política como pensamiento-práctica colectivo y la cuestión del poder o del Estado como gestión y normalización hay la misma relación difícil que entre la cuestión del amor como invención salvaje de lo Dos y la familia como célula de base de la propiedad y el egoísmo.
En el fondo, la familia podría ser definida como el Estado del amor, jugando con la palabra
“Estado”.
Uno experimenta, por ejemplo en la participación en un gran movimiento político popular, que entre la cuestión “¿de qué es capaz lo colectivo?” y la cuestión de la autoridad y del poder de Estado hay una tensión muy importante.
La cuestión es que el Estado casi siempre decepciona a la esperanza política. ¿Voy a sostener aquí que la familia casi siempre decepciona al amor? Se verá que la cuestión se plantea. Y sólo se puede tratar punto por punto, decisión por decisión.
Está el punto de la invención sexual, el punto del niño, el punto de los viajes, el punto del trabajo, el de los amigos, el de las salidas, el de las vacaciones, y todo lo que se quiera. Y mantener todos esos puntos en el elemento de la declaración de amor no es tan simple. Del mismo modo, en política, están los puntos del poder de Estado, de las fronteras, de las leyes, de la policía, y mantenerlos en el interior de un punto de vista político abierto, igualitario, revolucionario, nunca es fácil.
Así pues, en los dos casos, tenemos procedimientos de verdad, punto por punto, y eso era, a fin de cuentas, lo que yo le objetaba a mi amigo religioso. No confundir la prueba con la finalidad.
La política, probablemente, no pueda hacerse sin el Estado, pero eso jamás quiere decir que el poder sea su objetivo. Su objetivo es saber de qué es capaz lo colectivo, no es el poder. De la misma manera, en el amor, el objetivo es experimentar el mundo desde el punto de la diferencia, punto por punto, no es asegurar la reproducción de la especie. Un moralista escéptico verá en la familia una justificación de su pesimismo, la prueba de que, finalmente, el amor nunca es más que una astucia de la especie para perpetuarse, y una astucia de la sociedad para asegurar la herencia de los
privilegios. Pero yo no estaría de acuerdo con eso. Y tampoco estaría de acuerdo con mi amigo Bennaroch que, en definitiva, cree que la espléndida creación de la potencia de lo Dos por el amor está obligada a inclinarse ante la majestad de lo Uno.

Entonces ¿por qué no considerar una “política del amor” tal y como Derrida esbozó una “política de la amistad”?

Es que yo no pienso que amor y política puedan confundirse. A mi juicio, “política del amor” es un expresión vacía de sentido. Pienso que cuando uno empieza a decir “amaos los unos a los otros”, eso puede servir para hacer una especie de moral, pero no hace una política. En primer lugar, en política, hay gente que no se ama. Eso es irreductible. No se nos puede pedir amarlos.
Contrariamente al registro del amor, ¿la política sería, pues, ante todo un enfrentamiento
entre enemigos?

A ver, en el amor, la diferencia absoluta que existe entre dos individuos, que, por lo mismo, es una de las más grandes diferencias que se puedan representar, porque es una diferencia infinita, pues bien, un encuentro, una declaración y una fidelidad pueden cambiarla en una existencia creadora. En política, no puede producirse nada de este género en lo que concierne a las contradicciones fundamentales, lo que, en efecto, hace que existan enemigos designados. Una cuestión muy importante del pensamiento político, muy difícil de abordar hoy -en parte a causa del elemento democrático en el cual nos encontramos-, es la de los enemigos. Es la cuestión: ¿es que hay enemigos? Aquel del que uno acepta, aunque taciturno y resignado, que regularmente tome el poder únicamente porque mucha gente ha votado por él, no es un verdadero enemigo. Es únicamente alguien cuya presencia en la cima del Estado nos da pena, quizás porque habríamos preferido a su contrincante. Y tendremos que esperar nuestro turno durante cinco o diez años, o más. Pero, ¡un enemigo es otra cosa! Es a alguien que le soportamos de ninguna manera que decida lo que nos concierne. 

Entonces, ¿existe o no un verdadero enemigo? 

Habrá que empezar por ahí. En política, ésta es una cuestión absolutamente vital, y que se ha tenido un poco la costumbre de olvidar. Ahora bien, la cuestión del enemigo es totalmente extraña a la cuestión del amor. En el amor uno encuentra obstáculos, uno es acechado por dramas inmanentes, pero no hay enemigos propiamente hablando. Se me dirá: ¿y los rivales?¿aquel a quien mi amante prefiere a mí? Pues bien, eso no tiene nada que ver. En política, la lucha contra el enemigo es constitutiva de la acción.
El enemigo forma parte de la esencia de la política. Cualquier verdadera política identifica a su verdadero enemigo. Mientras que el rival es absolutamente exterior, no entra de ningún modo en la
definición del amor. Es un punto capital de desacuerdo con aquellos que piensan que el goce es
constitutivo del amor. El más genial de entre ellos es Proust, para quien verdaderamente el goce era
el verdadero contenido, intenso y diabólico, de la subjetividad amorosa. A mi juicio, ésta no es más
que una variante de la tesis moralista y escéptica.
El goce es un parásito artificial del amor y no entra de ninguna manera en su definición. En primer lugar, ¿es que cualquier amor para declararse, para comenzar, debe identificar a un rival exterior? ¡Pues entonces! En realidad, es a la inversa: las dificultades inmanentes del amor, las contradicciones internas a la escena de lo Dos pueden cristalizar sobre un tercero, rival real o supuesto. Las dificultades del amor no se sostienen en la existencia de un enemigo identificado. Son internas a su proceso: el juego creador de la diferencia.

Es el egoísmo y no el rival quien es el enemigo del amor. Se podría decir: el principal enemigo de
mi amor, aquel a quien debo vencer, no es al otro, es a mí mismo, al “yo” que quiere la identidad
contra la diferencia, que quiere imponer su mundo filtrado y reconstruido en el prisma de la diferencia.

Entonces, el amor puede ser la guerra...

Habría que recordar que, como muchos procedimientos de verdad, el procedimiento amoroso no siempre es pacífico. Comporta violentas peleas, verdaderos sufrimientos, separaciones que se superan o no. Es una de las experiencias más dolorosas de la vida subjetiva, ¡hay que reconocerlo. Es por esta razón por la que algunos hacen su propaganda de “seguro a todo riesgo”.

Ya lo he dicho, a veces incluso produce muertos, el amor. Hay muertes de amor y muertos enamorados, suicidas amorosos. A decir verdad, a su escala, el amor no es más pacífico que la política revolucionaria. Una verdad no es algo que se construya en rosa bombón ¡Jamás! El amor también tiene su propio régimen de contradicciones y violencias. Pero la diferencia es que en política uno se tropieza con la cuestión de los enemigos, verdaderamente, mientras que en amor uno lo hace con la de los dramas. La de los dramas inmanentes, internos, que verdaderamente no definen enemigos, sino que, a veces, hacen entrar en conflicto a la pulsión de identidad con la diferencia. El drama amoroso es la experiencia más clara del conflicto entre la identidad y la diferencia.

A pesar de todo, ¿es posible relacionar amor y política sin caer en el moralismo de una política del amor?

Hay dos nociones políticas, o filosófico-políticas, que pueden relacionar de manera puramente formal las dialécticas presentes en el amor. Primero, en la palabra “comunismo” hay esa idea de que lo colectivo es capaz de integrar toda diferencia extrapolítica. El que la gente sea eso o eso otro, que vengan de otra parte o hayan nacido aquí, que hablen o no tal o cual lengua, que tengan tal o cual cultura, todo ello no debe impedir su participación en el proceso político de tipo comunista, y tampoco las identidades son por sí mismas obstáculos para la creación amorosa. Sólo la diferencia propiamente política con el enemigo es, como decía Marx, propiamente “irreconciliable”. Y esto no tiene ningún equivalente en el procedimiento amoroso. Y, después, está la palabra “fraternidad”. “Fraternidad” es el más oscuro de los tres términos del lema republicano.
La “libertad”, se puede discutir, pero se ve bien de qué se trata. “Igualdad”, se puede dar una
definición bastante estricta. Pero, ¿que será la “fraternidad”? Sin duda, toca a la cuestión de las diferencias, de su copresencia amistosa en el seno del proceso político, teniendo como límite esencial el enfrentamiento con el enemigo. Y es una noción que puede ser recubierta por el internacionalismo, pues, si lo colectivo es realmente capaz de asumir su propia igualdad, entonces eso quiere decir que también puede integrar las separaciones diferenciales más grandes y controlar severamente la empresa de la identidad.

Al principio de nuestro diálogo usted habló del cristianismo como una “religión del amor”. Ahora nos interesarían los avatares del amor en las grandes ideologías. Según usted ¿cómo ha sabido el cristianismo captar esta extraordinaria potencia del amor?

Pienso que el cristianismo estuvo muy preparado por el judaísmo en este plano. La presencia del amor en el Antiguo Testamento es considerable, tanto en las prescripciones como en las descripciones. Sea cual sea el sentido teológico, el canto de amor que es El Cantar de los Cantares es una de las celebraciones del amor más potentes que jamás se hayan escrito. El cristianismo es el ejemplo supremo de una utilización de la intensidad amorosa en la dirección de una concepción trascendente de lo universal. El cristianismo nos dice: si nos amamos los unos a los otros el conjunto de esta comunidad de amor va a orientarse hacia la fuente última de todo amor que es la transcendencia divina misma. Por tanto, hay la idea de que la aceptación de la prueba del amor, de la prueba del otro, de la mirada hacia el otro, contribuye a ese amor supremo que es a la vez el amor que debemos a Dios y el amor que Dios nos da. Y, por supuesto que eso ¡es una genialidad! El cristianismo ha sabido captar en beneficio de su Iglesia -su avatar estatal- esa potencia que le permite, por ejemplo, obtener la aceptación del sufrimiento en nombre de los intereses supremos de la comunidad y no simplemente en nombre de la supervivencia personal. El cristianismo ha comprendido perfectamente que, en la aparente contingencia del amor, hay un elemento que no es reducible a esa contingencia. Pero, ese es el problema, enseguida lo proyectó hacia la trascendencia.
Ese elemento niversal, que yo mismo reconozco, yo lo considero como inmanente. Pero el cristianismo, de alguna manera, lo ha sobreelevado y recentrado en una potencia trascendente.
Movimiento que, en parte, ya estaba presente en Platón a través de la Idea del Bien. Es una primera
y genial instrumentación de esta potencia del amor que nosotros tenemos ahora que traer sobre la
tierra. Es decir, tenemos que demostrar que, en realidad, hay un potencia universal del amor pero
que simplemente es la posibilidad para nosotros de hacer una experiencia positiva, afirmativa y
creadora de la diferencia. El Otro, sin duda, pero sin el “Totalmente-Otro”, sin el “Gran Otro” de la
trascendencia. Al final de los finales no es del amor de lo que hablan las religiones. Pues ellas sólo
están interesadas en su recurso de intensidad, en el estado subjetivo que sólo el amor sabe crear, y
todo ello para orientar esa intensidad hacia la fe y hacia la Iglesia, para disponer ese estado
subjetivo en favor de la soberanía de Dios. El efecto es que, por otra parte, al amor combatiente del
cual hago yo aquí el elogio, creación terrestre del nacimiento diferenciado de un mundo, felicidad
arrancada punto por punto, el cristianismo substituye un amor pasivo, devoto, postrado. 
Un amor arrodillado para mí no es un amor, incluso si, a veces, en el amor tenemos la pasión de entregarnos a aquél o aquella a quien amamos.


Usted ha trabajado con Antoine Vitez, y particularmente cuando el trabajaba en su famosa puesta en escena del Solier de satin de Paul Claudel. ¿Todavía hoy es de actualidad para nuestros contemporáneos tan ampliamente descristianizados el pensamiento del amor, totalmente impregnado de cristianismo, del autor de Partage de midi?

Claudel es un gran hombre de teatro de amor. Le Soulier de satin y Partage de midi están enteramente consagradas a esta cuestión. Pero, ¿qué es lo que puede interesarnos en Claudel ahora que no estamos directamente motivados por la comunión de los santos, la reversibilidad de los méritos y la salvación en el más allá? Pienso sobre todo en esta frase del final de Partage de midi:
“Distantes, dejando de pesar el uno para el otro, ¿llevaremos nuestras almas como trabajo?” Claudel
es particularmente sensible al hecho de que el amor verdadero franquea siempre un punto de
imposibilidad: “Distantes, dejando de pesar el uno sobre el otro”... El amor, propiamente hablando,
no es una posibilidad sino, más bien, el franqueamiento de algo que puede parecer como imposible.
Existe algo que no tiene razón de ser, que no nos está dado como una posibilidad. También es por
esta razón por la que la propaganda de Meetic es falaz. Hace como si, para la seguridad de nuestro
amor nos llevará a examinar las posibilidades para elegir la mejor. ¡Pero no sucede así en la
existencia! No es como en los cuentos, con el desfile de pretendientes. Es el franqueamiento de una
imposibilidad que es el comienzo del amor y Claudel es un gran poeta de lo imposible, por ejemplo
a través del tema de la mujer prohibida. En él, no obstante, los dados están un poco trucados, por el
hecho de que esta imposibilidad, al ser terrestre, es relativa. 
Hay en él, si puedo decirlo, dos “escenas de lo dos” en lugar de una. Una primera que es la experiencia de su imposibilidad terrestre. Una segunda en la que lo Dos va a reconciliarse en el universo de la fe. Es interesante reparar en las operaciones poéticas mediante las cuales, a partir de la potencia de la primera escena, alimenta a la segunda, todo ello con una lengua magnífica. Y todo esto es cristianismo. Hacer su
propaganda con la potencia terrestre del amor, diciendo: “Sí, ciertas cosas son imposibles a pesar de esta potencia, pero no nos inquietemos pues lo que aquí abajo es imposible no lo será
necesariamente ahí arriba”. Una propaganda muy elemental pero muy fuerte.

Esta voluntad de hacer venir el amor a tierra, de pasar de la trascedencia a la inmanencia,
era la del comunismo histórico. ¿En qué será la reactivación de la hipótesis comunista una manera
de reinventar el amor?

Ya he dicho más arriba lo que pienso de estos usos políticos de la palabra amor, y que son tan
desviados como los usos religiosos. Por lo demás, es notable que en ellos también se aboque a una
captación de la potencia del amor por una trascendencia. Ya no es la de Dios, sino la del Partido, y a
través del Partido, la de su dirigente supremo. La expresión “culto a la personalidad” nombra
también este género de transferencia colectiva sobre una figura política. Los poetas también cayeron
en ello, que se vean si no los cantos de Eluard a Stalin, los cantos de Aragon al retorno de Maurice
Thorez a Francia después de su enfermedad... Pero lo que más interesa es el culto del Partido como
tal. Y ahí, una vez más, Aragon es sintomático: “Mi Partido me ha dado los colores de Francia”, etc.
Uno puede reconocer aquí la tonalidad del amor. Destinadas al Partido o a Elsa Triolet, las palabras
son casi idénticas. Es verdaderamente interesante ver a la forma partido, de la que se podría pensar
que sólo es un instrumento transitorio de la emancipación obrera y popular, convertirse así en un
fetiche. Y yo no me voy a burlar de todo aquello, porque fue una época de pasión política que
nosotros no podemos continuar, de la que debemos asumir la crítica, pero que fue intensa y cuyos
actores fieles se contaban por millones. Sin embargo, lo que sí tenemos que decir aquí es que,
cuando nuestro tema es el amor, no hay que mezclarlo con la pasión política. El problema político
es el del control del odio, y no el del amor. Y el odio es una pasión que activa casi inevitablemente
la cuestión del enemigo. Diremos pues: en político, donde existen enemigos, uno de los papeles de
la organización, sea cuál sea, es el de controlar, incluso anular, todo efecto de odio. Lo que no
quiere decir “predicar el amor”, sino, y es un problema intelectual mayor, dar del enemigo político la definición más precisa y la más restringida posible. Y no, como el fue el caso en casi todo el siglo precedente, la definición más vaga y más amplia posible.

¿Conviene separar el amor de la política?

Una buena parte del trabajo contemporáneo del pensamiento es la de separar lo que fue indebidamente mezclado. 
Del mismo modo que la definición del enemigo debe ser controlada, limitada, llevada a su mínimo, del mismo modo el amor, como aventura singular de la diferencia, debe ser rigurosamente separado de la política. Cuando yo hablo de la hipótesis comunista, quiero decir lo siguiente: las formas futuras de la política de la emancipación deberán inscribirse en una resurrección, un relevo, de la idea comunista, la idea de un mundo que no esté librado a los apetitos de la propiedad privada, de un mundo de la asociación libre y de la igualdad. 
Para decir todo eso nosotros tenemos nuevos instrumentos filosóficos y experiencias políticas localizadas, cuyo pensamiento es nuevo. En este cuadro, el amor debería estar más contento de su reinvención que del furor capitalista. Porque es cierto que nada de lo que es desinteresado es del gusto de ese furor. Ahora bien, el amor, como todo procedimiento de verdad, es esencialmente desinteresado: su valor no reside sino en sí mismo, y este valor está más allá de los intereses inmediatos de los dos individuos que están en él comprometidos. Lo que se contiene en la
palabra “comunismo” no está en una relación inmediata con el amor. Sin embargo, esta palabra
comporta para el amor nuevas condiciones de posibilidad.

Hay otra dimensión posible de los avatares del amor en la política comunista. Son las historias de amor que se construyen sobre el fondo de las huelgas u otros movimientos sociales. Usted ha insistido a menudo sobre esta dimensión, dado que permite a la transgresión del amor arrimarse a la transgresión política del momento. ¿cuál es la especificidad de estos amores de combate?

Soy tanto o más sensible a este aspecto de cosas como que he consagrado una buena parte de mi actividad de novelista o dramaturgo a ellas precisamente. Es así como en mi pieza L'Écharpe rouge la historia trata ampliamente de los amores distantes de un hermano y una hermana en todos los avatares de un vasto movimiento político, que comporta guerras populares, huelgas, meetings...
En mi novela Calme bloc ici-bas -cuya trama formal es la de los Miserables de Hugo-, el fresco
revolucionario envuelve el amor de un obrero chiíta, Ahmed Aazami, por una terrorista, Élisabeth
Cathely, y después el del hijo de Élisabeth, Simon, adoptado después de la muerte de la terrorista
por Ahmed, el amor de Simon, decíamos, por Claude Ogasawara, poeta e hija de un conocido
reaccionario. En cualquiera de los casos, se trataba de poner en evidencia no del todo la similitud
entre el amor y el compromiso revolucionario, sino una suerte de resonancia secreta, que se produce, al nivel más íntimo de los sujetos, entre la intensidad que la vida adquiere cuando es de parte a parte compromiso bajo el signo de la Idea y la intensidad cualitativamente diferente que le confiere el trabajo de la diferencia en el amor.

Es como dos instrumentos de música completamente distintos en su timbre y en su fuerza, pero qué, convocados por un gran músico en el mismo fragmento, convergen misteriosamente. ¿Se me permitirá una moderada confidencia?
En esas obras he inscrito, ciertamente, un balance esencial de mi vida en los “años rojos”, entre Mayo 68 y los años 80. En aquellos años fue cuando forjé la convicción política a la cual he seguido siendo implacablemente fiel, y de la cual “comunismo” no es más que uno de los nombres posibles. Pero, también fue en esos años cuando estructuré mi vida futura alrededor de procesos amorosos de alguna manera definitivos.

Lo que vino más tarde, en el mismo orden, fue aclarado por ese origen y por la duración de ese origen.
En particular, como ya he dicho, la convicción, tan amorosa como la política, de que no hay que renunciar jamás.
Por tanto, aquel fue el momento en que, entre política y amor, mi vida encontró el acuerdo musical que aseguraba la armonía.

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