
Teodoro Boot
A manera de inútil prefacio o
pedido de disculpas, el autor, que se educó en la lectura de ensayos, no tiene
más que añorar esas casi lejanas épocas en que se tenía tiempo
disponible como para leer más de cuatro mil caracteres.
Pues bien, satisfacer esa
exigencia es, para mí, hoy imposible.
Hecha esta aclaración inicial,
creo recordar que alguna vez Luis Salinas escribió una nota –larga y asombrosa
como todas las suyas– que llevaba el título de este artículo o ensayo. No
recuerdo de qué trataba, pero la sospecho de alguna manera relacionada –como
tal vez pretenda estar esta– con la sentencia de Leopoldo Marechal: “El pueblo
siempre recoge las botellas que se tiran al mar con mensajes de naufragio”.
Lo que mata es la ansiedad
Los cambios en los hábitos de
lectura, debidos a los “apuros de la vida moderna”, la ansiedad que crean los
monitores de las computadoras y –¡válgame Dios!– las pantallitas de los
celulares, o acaso la pereza adquirida y cultivada, aconsejan escribir cortito
y al pie, preferentemente con algún toque de escándalo, humor o sorpresa, cosa
de sacudir un poco la modorra ajena.
No tengo gran dificultad para
escribir corto y, a veces, hasta en forma entretenida, pero hay ocasiones, o
temas, en que hasta tan modesta hazaña se vuelve demasiado ardua.
No faltará quien crea, dicho sea
de paso, que uno escribe como quien defeca: una sentada, un cachito de fuerza y
ya está. No es así, de ahí que el lector debería valorar los esfuerzos de
tantos escritores y periodistas por acomodar un relato o media idea en espacios
limitados, cuya extensión ha sido preestablecida.
Pero más allá de que –como se
intentará mostrar– uno no es más que lo que hace, quien suscribe no es
periodista, o no lo es al momento de escribir esto. Tampoco pretende ser un
observador imparcial, ni un filósofo ni, mucho menos, un panelista televisivo.
Quien firma estas líneas las escribe desde su adhesión político-cultural
básica: el nacionalismo popular. Y según su modesta experiencia política y
humana le indica, el único análisis que tiene alguna utilidad es el que nos
permite comprender la razón de nuestros errores y corregir nuestras conductas,
aunque no para ser más “buenos”, sino para tener éxito en nuestros propósitos.
Hechas estas aclaraciones y
planteados de antemano los límites y alcances de lo que aquí se diga y se
piense, el tema será –¡cómo no!– José López.
Ya van muchos años desde que uno
se creía a salvo de un José López, pero parece que la felicidad nunca es ni
completa ni definitiva.
Como sea, y no por ansias de
originalidad sino de utilidad, vamos a pretender conservarnos fuera de las
tentaciones a la justificación o, en su defecto, a la lamentación con que tanto
nos abrumaron en los últimos días. Y capaz que hasta lo consigamos, si el
lector tiene la suficiente paciencia –y culo de fierro– como para leer lo que
sigue.
Corrupción divino tesoro
Puede decirse que, por lo menos
desde los tiempos en que gobernaba Yrigoyen, la corrupción de los funcionarios
públicos fue el principal argumento usado para desprestigiar a los procesos
nacionales, desplazando el ángulo de mira de lo principal a lo secundario. En
estos casos, lo principal es el sentido de las políticas, la dirección que se
les imprima y a quiénes beneficien o perjudiquen, porque ya se sabe: más allá
de los eslóganes publicitarios, distribuir es siempre sacarle a unos para darle a otros, y
la pobreza cero sólo es posible en tanto también lo sea la riqueza cero.
Cualquiera que sostenga otra cosa, miente descaradamente o se encuentra en
avanzado estado de ebriedad.
Pero ¿por qué el discurso de la
corrupción tiene como objetivos predilectos a los movimientos populares?
La primera razón es que, por
definición, los movimientos populares, además de tener ambiciones justicieras,
son, en líneas generales, protagonizados por individuos y grupos ajenos a las
oligarquías. En una palabra, por pelagatos a los que, en cuanto echan buena, se
les nota demasiado, razón por la que se los suele acusar, muchas veces con
justicia, de enriquecimiento ilícito. Para la percepción general, el vecino de
la vuelta no tiene derecho a pelechar, y si lo hace, fija que fue por robar.
Pero para esa misma percepción los oligarcas, los ricos, los millonarios,
tienen todo el derecho a seguir enriqueciéndose, del modo que sea, porque para
eso son ricos.
Hay aquí un asunto de percepción,
de mirada y de prejuicios –la base de lo que comúnmente se llama “cultura”–,
contra la que los argumentos y explicaciones lógicas valen muy poco. Cuando un
rico aumenta su fortuna, hizo las cosas bien y tuvo suerte. Cuando un pobre se
hace rico, robó o es corrupto. Y no hay más nada que discutir.
Los
perros de Lanata
La segunda razón por la que los
movimientos nacionales y populares son tan frecuentemente acusados de corrupción
es estratégica: a poco que cualquiera se detenga a mirar, libre de prejuicios y
manipulaciones, verá que, por lo general, cuando los ricos aumentan su fortuna
no lo hacen mediante el esfuerzo personal, físico si se quiere, como podrían
hacerlo un camionero, un plomero o un comerciante, sino que lo consigue
mediante dos métodos: el tradicional y “honesto”, la sofisticación capitalista
del antiguo esclavismo que consiste en apropiarse del valor que produce el
trabajo de sus empleados; y el picaresco: el robo de guante blanco,
básicamente, la corrupción, de ambos lados del mostrador.
No es difícil darse cuenta de que
los ricos son más corruptos y roban más que los pobres, porque pueden y saben
cómo apoderarse de lo ajeno.
El maravilloso resultado de hacer
siempre hincapié en la honestidad o falta de honestidad de unos y otros es que,
siempre para la percepción general –lo que no es un detalle menor–, “todos los
políticos son corruptos”, y todo termina siendo igual y nadie mejor, tal como
reprocha el amargo y depresivo discurso del “Cambalache” de Discépolo.
Esta percepción es, justamente,
lo máximo en materia cultural a que puede aspirar una oligarquía, que no
necesita más que del ejercicio del poder para conservar el sistema en el que
medra y hacer las cosas a su antojo. El pueblo, en cambio, necesita o bien de
la violencia revolucionaria o bien de la política para hacer escuchar sus
reclamos y plasmar su voluntad.
En tanto la violencia popular
revolucionaria tiene que ser ejercida por aficionados contra profesionales que
detentan el monopolio de ella, y la política se basa en el imperio del número,
siendo los pobres mayoría el camino a elegir parece surgir con claridad.
Pero es entonces que, excluyendo
las proscripciones de uso, aparecen los otros, los sutiles instrumentos de
dominación, los que manipulan las mentes y la percepción, que nos llevan
inevitablemente a desconfiar de todos y, en consecuencia, a descartar cualquier
política justiciera por inviable, porque, finalmente, todo da igual, nadie es
mejor y, ya se sabe, todos los políticos roban.
Conviene recordar el sentido y
propósito de esos discursos moralistas, que arrecian cuando imperan las
políticas populares o cuando se hace necesario distraer la atención. Un
ejemplo: durante el menemato, mientras tenía lugar la mayor entrega del país al
capitalismo financiero internacional desde los tiempos de Bernardino Rivadavia,
el discurso anticorrupción del programa televisivo Día D animado por el trío
Jorge Lanata- Marcelo Zlotogwiazda- Ernesto Tenembaum, se concentraba en
exhibir los bienes inmuebles de los funcionarios. La pregunta, el chascarrillo
de rigor estaba en boca de Lanata: “¿Tiene perro?”.
Cuando Domingo Cavallo y Carlos
Melconián estatizaban –¡por segunda vez!– la deuda privada, y Cavallo y los
bancos a quienes servían Federico Sturzenegger y Alfonso Prat Gay cobraban
exorbitantes comisiones por el ruinoso megacanje de la deuda, Lanata insistía
en preguntar si el subsecretario Mengano o el intendente Zutano tenían perro.
La anormalidad al poder
Entre los simpatizantes y
activistas populares, la insistencia en la corrupción produce una reacción
instintiva en los de cierta generación –rechazar de plano cualquier denuncia o
revelación– y otra de sentido opuesto en los de menor edad o menor grado
involucramiento: desazón y desconcierto.
Y si esto suele ser habitualmente
así ante cualquier campaña mediática, adquiere otra densidad cuando esas campañas
se construyen sobre una base demasiado obvia, como en el caso que en estos días
–y seguramente por varias semanas– concentra y concentrará la atención
mediática: los 9 millones de dólares en efectivo con que fue “sorprendido”
quien fuera secretario de Obras Públicas de Néstor y Cristina Kirchner.
Que el “hallazgo” se produjera en
momentos en que un oficialismo en acentuado proceso de descrédito tuviera
necesidad de designar dos jueces para la Corte Suprema, aprobar las leyes de
blanqueo de capitales malhabidos y de una nueva destrucción del sistema
jubilatorio público, no es casualidad. Pero ¿qué importancia tiene que no sea
casualidad?
¿Se tratará de una operación de
inteligencia?
¿Y?
Abocarse a lamentar la perfidia
del enemigo es una actividad masturbatoria –que, como suele suceder,
proporciona escasa satisfacción– equivalente a quejarse de lo malvada que
resulta la bruja de Hansel y Gretel.
Hasta los niños saben que para
eso está la bruja: para ser mala. De otro modo ¿qué sentido tendría en la
historia?
Una cosa es una cosa y otra
cosa es otra cosa
Muchos años atrás podía, con
cierta lógica, sostenerse que la corrupción y los negocios eran subproductos,
excrecencias de la acción política, hasta el advenimiento del gobierno de los
Ceos –inaugurado, es preciso recordarlo, en el año 2007 en la ciudad de Buenos
Aires–, cuando los términos se invirtieron y la política se convirtió en un
subproducto, una excrescencia de la corrupción y los negocios. Hay, entre uno y
otro fenómeno, una diferencia no de dimensión ni de generalidad, sino de
naturaleza. Demostraciones palmarias de este cambio de naturaleza pueden
encontrarse en la “política” del ministro de Energía, un accionista de la
petrolera Shell que aumenta el precio de los combustibles un 30%, cuando –en
sintonía con “entrar en el mundo” adoptando los precios internacionales– podría
perfectamente reducirlos un 10 o un 20%, o la devaluación decidida por Mario
Quintana en momentos en que tenía 11 millones de dólares invertidos en dólar a
futuro. No se trata de medidas políticas o económicas gracias a las que algunos
hacen negocios, sino de políticas decididas a
partir de la conveniencia de
los negocios, y aun en perjuicio de los intereses políticos del gobierno de que
forman parte. Es que, en estos casos y para estas gentes, la política no
existe: es apenas un instrumento de los negocios.
La corrupción tradicional, como
daño colateral de la política, es cualitativamente distinta pero ¿no hay
diferencias dentro de ella? ¿Es y ha sido siempre igual, en todos los casos y
en todos los tiempos?
Estas preguntas parecerán ociosas
a mucha gente, pero ocurre que no todos tenemos naturalizada la corrupción como
consecuencia inevitable de la acción política. Por el contrario, siempre habrá
quienes la repudien profundamente, y no por razones de moralina sino porque
para una política popular resulta altamente contraindicada.
De ahí que justificarla o
restarle significación provoque un efecto tan desconcertante
Un cacho de filosofía política
Si una sociedad descarta la
violencia como método de resolución de los conflictos ideológicos y sociales, y
no se resigna al hecho de ser gobernada por una casta militar o, en el peor de
los casos, por el consejo de administración de una Sociedad Anónima, se debe
entender a la acción política como un servicio público, una actividad
imprescindible para el funcionamiento de la comunidad. La financiación de la
actividad política se vuelve entonces un asunto de suficiente importancia como
para no dejarlo librado a la buena de Dios ni al arbitrio de cualquier
pelafustán. Por el contrario, debe ser regulada de modo de garantizar la mayor
igualdad de oportunidades posible entre los partidos, lo que incluye, muy
especialmente, la propaganda electoral.
Desde 1983 se fueron
institucionalizando algunas tímidas medidas: la impresión de las boletas
electorales es sufragada por el Estado; los partidos y alianzas reciben un
monto en metálico por cada voto conseguido en las urnas; los fiscales son
pagados con fondos públicos y todos los partidos disponen de igual espacio
radiofónico y televisivo para publicitar sus propuestas electorales. Pero ni
siquiera eso ha sido hecho con seriedad: en tanto no se prohíbe la publicidad
partidaria por fuera de esos espacios, la proclamada igualdad en materia de
difusión es apenas una quimera, cuando no un engaño.
La financiación de la actividad
política sigue siendo un asunto pendiente pero, en lo que ahora nos ocupa, no
garantizaría, de ningún modo la ausencia de corrupción y la desaparición de la
práctica del cohecho. Haría falta, también, mayor número de controles y mucha
mayor transparencia en las contrataciones públicas, exactamente lo contrario a
lo que se ha venido haciendo en los últimos tiempos con el argumento de la
emergencia y la ejecutividad.
¿Estaríamos así libres de
cohechos y tráfico de influencias? Obviamente no. Pero tampoco el código penal
impide los delitos; sólo complica su ejecución y vuelve punibles las
transgresiones a la ley.
La financiación de la
actividad política
Con el correr del siglo xx
financiar la actividad política, en cualquiera de sus formas, fue volviéndose
cada vez más dificultoso. Muy especialmente para las fuerzas populares, que
sólo podían contar con los aportes individuales de sus militantes, las
expropiaciones de los sectores revolucionarios en las décadas del 60 y 70 y con
el de las organizaciones gremiales.
En lo que respecta al peronismo
–que es lo que en estos momentos nos ocupa– para inicios de la restauración de
la vida democrática, los tres modos de financiación habían entrado en crisis:
1. De por sí, la expropiación
supone una acción y un método organizativo que pueden ser funcionales a una vía
revolucionaria, pero resultan opuestos a los requeridos para el proselitismo y
los comicios.
2. El aporte económico de los
gremios provocaba una grave dependencia política, que resultó severamente
condicionante en momentos en que los núcleos de la renovación empezaron a tener
serias diferencias con la conducción partidaria, hegemonizada por los grandes
sindicatos.
3. La importancia y significación
de los aportes individuales de los militantes fue reduciéndose al mismo ritmo
que durante la dictadura militar se reducía la capacidad adquisitiva del
salario, hasta volverlo insignificante al momento de tener que pagar un
alquiler o imprimir afiches o volantes. De hecho, sin que fueran necesarios
sesudos estudios y análisis económicos, en las dificultades para pagar el
alquiler de un local político y en la creciente cantidad de horas que demandaba
a cada quien parar la olla, era evidente el nivel de empobrecimiento popular
producido en apenas seis años por la dictadura militar.
Esta concurrencia de factores se
vio agravada por la dificultad del peronismo para recurrir al aparato del
Estado, en gran parte en manos de la UCR, pero un cuarto factor llegó en ayuda
de las agrupaciones militantes, ya no sólo del peronismo sino también de otros
partidos opositores con representación parlamentaria.
En esos primeros años post
dictatoriales, los acuerdos y afinidades de los distintos partidos políticos se
estrechaban toda vez que todos tenían un enemigo común, ahí nomás, al acecho:
la amenaza de restauración militar. Y la cercanía dio sus frutos, entre otros,
el de facilitar el funcionamiento de los diversos partidos políticos, para lo
que el radicalismo puso a disposición su expertise –el know how, dicho sea para
quienes se fastidian por las palabras difíciles– y el manejo de los espacios
legislativos y estatales. Había nacido la era de los ñoquis.
Los malvados ñoquis
Antes de la existencia de medios
de pago electrónico, los sueldos se cobraban en cheque o en efectivo,
dependiendo del grado de negocios que ligaran a las autoridades de cada
repartición con la trasportadora de caudales de Amadeo Juncadella. Pero ya
fuera de una forma u otra, el interesado debía concurrir personalmente, en
determinada fecha, al lugar de pago.
A diferencia de otras
reparticiones, en las que los salarios se abonaban en el transcurso de los
primeros cinco días del mes siguiente, en el caso del Concejo Deliberante
porteño el día de pago se fijaba para fin del mes en curso, de ahí que en esos
momentos se hicieran presentes en el señorial edificio de la calle Perú gran
número de desconocidos, de personas a los que los trabajadores habituales veían
ocasionalmente y sólo en esos últimos días del mes. Por analogía con la
costumbre de celebrar los días 29 comiendo ñoquis, se los apodó con el nombre
de la pasta.
En su origen, el ñoqui fue una
suerte de modesto prestanombre que, generosamente o a cambio de un pequeño
porcentaje, cobraba un salario por el que jamás había dado contraprestación
alguna, y que era utilizado para afrontar parte del alquiler de un local
político y dotarlo de una mínima caja de funcionamiento. En otros casos, se
trataba de un militante político de tiempo completo que realizaba sus tareas en
un partido, una agrupación, una organización social, un centro de estudios o un
local partidario determinado.
En la ciudad de Buenos Aires y
durante los primeros cuatro años en la provincia homónima, en tanto el
radicalismo disponía del aparato estatal, una porción significativa de los
ñoquis legislativos pertenecían al peronismo y a otros partidos de oposición,
como el Intransigente, la UCD, la Democracia Cristiana o el socialismo,
mientras que en los organismos estatales propiamente dichos, así como en las
Universidades de Buenos Aires y La Plata, la proporción se invertía. La
“convivencia democrática” permitía esta clase de acuerdos y alentaba otros, los
económico-políticos, de mayor significación y por lo general de resultados
mucho más nocivos.
Luego de 28 años de dictaduras
militares, apenas interrumpidos en tres oportunidades por breves y difíciles interludios
“democráticos”, la actividad política había deteriorado la calidad de vida y
hasta las relaciones personales y familiares de los militantes de los distintos
partidos populares, en general obligados a galguear, a ser despedidos de sus
trabajos, a descuidar sus oficios o profesiones, a caer presos, cuando no a
marchar al exilio. Era comprensible, entonces, que, en ausencia de una
legislación específica, el Estado y las legislaturas fueran usados para el
financiamiento de la actividad política y para ayudar a los ingresos de los militantes y
activistas y, consecuentemente –y, en un principio, casi en forma
imperceptible–, para el financiamiento y “reparación económica” de los propios
dirigentes.
El centralismo porteño y la pobre
comprensión que gran parte del periodismo tiene de la política y de historia
nacionales, consagraron al Concejo Deliberante y a la existencia de ñoquis como
símbolos de la corrupción, mientras, soterradamente, se estaba incubando otro
monstruo que, salvo excepciones, pasó desapercibido hasta que fue tarde para
matarlo.
El giro copernicano
Las palabras de Paul Bourget,
quien sostenía imprescindible “vivir como se piensa, si no se acaba por pensar
como se ha vivido”, no suelen ser tenidas en cuenta por nadie, en parte por
omnipotencia y, mayormente, por hipocresía y comodidad, porque a veces se
vuelve duro vivir como se piensa y resulta preferible que el tiempo nos haga
entrar en razón. Pero ocurre que, finalmente, terminamos siendo lo que hacemos,
más que lo que pensamos, queremos o hubiéramos querido ser.
Cuando la financiación ilegal de
la actividad política ya había derivado en una de las vías de enriquecimiento
de los dirigentes, el sistema estaba a punto de caramelo para la vuelta de
tuerca que le imprimió Carlos Menem: la auténtica corrupción, un paso
imprescindible hacia el actual gobierno de los CEOS, que consistió en volverse
contra los principios básicos de la ideología política que se profesa.
Tal como él mismo explicó, Menem
dio un giro copernicano al peronismo gracias al que este comenzó a ser y
defender no algo diferente, sino exactamente lo contrario de lo que había sido
y había defendido hasta el momento. Y la corrupción generalizada fue el
lubricante que, además de facilitar un monumental travestismo
político, permitió el empobrecimiento popular, la extranjerización de la economía
y un fabuloso enriquecimiento empresario.
A partir de ese momento, perdido
el sentido de la política, desaparecidos los objetivos que habían dado razón de
ser al peronismo, violados sus principios más básicos, la apropiación del
patrimonio público –del trabajo acumulado de generaciones de argentinos– dejó
de ser un instrumento para la modesta financiación de la actividad política y
–lateralmente– para el enriquecimiento de algunos dirigentes, para pasar a
convertirse en el sentido último, en la razón de ser de toda acción política.
Alterados los objetivos,
cambiaron los métodos y los conceptos: ya no se trató de organizar a la
sociedad como condición básica de su libertad (“Sólo se tiraniza lo
inorgánico”, clamaba Perón en el desierto) sino de organizar operaciones y
construir aparatos, para lo que era preciso transformar a los militantes en
“operadores”, a los activistas en empleados y acumular la mayor cantidad de
bienes y dinero que fuera posible. ¿Por qué? Porque todo estaba en venta y sólo
había que saber cómo y tener con qué comprarlo. Así, un voto en el Concejo
Deliberante porteño llegó a valer 250 mil dólares, y el primer lugar en una
lista de diputados marginal se cotizó en 400 mil. Ambos precios pagados
gustosamente por los que recuperarían con creces la inversión apropiándose de
parte del patrimonio público por medio de negocios con aquellos que están en
condiciones de hacerlo: empresarios y financistas. De este modo, el peronismo
en particular y el sistema político en general, originalmente concebidos como
medios de defensa de los intereses populares, devinieron en dóciles
instrumentos de los poderosos, de lo que el período de gobierno de Fernando De
la Rúa puede ser considerado su ejemplo más patético.
Después del final
Tras el colapso final de 2001 y
el fracaso del intento gradualista, y más conservador-popular que peronista, de
Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner resolvió dar un nuevo “giro copernicano” al
país, esta vez, en dirección opuesta a la de Menem. Y lo dio, aunque probablemente
no en toda la dimensión que hubiera sido necesario.
Carece de importancia dilucidar
si lo hizo por convencimiento o por necesidad (tontería que entretuvo durante
bastante tiempo a unas cuantas personas) y resulta abstracto discutir si
hubiera sido posible un corte más tajante con el periodo anterior que, en tanto
había comenzado en septiembre de 1955, hubiera requerido tomar a la
Constitución de 1949 –abrogada por decreto por los “libertadores”– como punto
de partida de un proceso de reconstrucción nacional.
El punto central es que durante
los doce años siguientes los objetivos declamados por las máximas autoridades
nacionales fueron coincidentes con los principios primigenios del peronismo y,
en forma notable, en armonía con los que animaron al amplio espectro político
expresado originariamente por Raúl Alfonsín.
Así, los gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner intentaron una política exterior independiente con énfasis en
una alianza regional, y propiciaron el desarrollo industrial en base al mercado
interno y a una mayor capacidad de consumo popular por medio de la distribución
directa e indirecta del ingreso nacional. A la vez, consumando el proceso
iniciado por Raúl Alfonsín, se reivindicaba la acción política como uno de los
más significativos aportes de las personas al bien común y se reconciliaba a la
sociedad argentina (y al peronismo, en particular, al que tanta falta le hacía)
con el respeto a los derechos humanos.
Cuerpo a tierra
A raíz del lastimoso episodio que
tuvo a José López como principal actor de reparto, no faltaron quienes
preguntaran a los acólitos de Cristina si a partir de ese momento conseguían
entender por qué habían perdido las elecciones. Se trata de una pregunta de una
puerilidad asombrosa, en caso de formularse seriamente: la diferencia de votos
fue tan exigua que resulta descabellado extraer del resultado cualquier clase
de principio o conclusión, pero sí cabría preguntarse –cosa que tales
aficionados se muestran renuentes a hacer– cómo fue que una política solidaria
y popular pudo no haberse impuesto con amplitud sobre otra política, también en
el plano declamativo, insolidaria e individualista... después de 12 años de
“batalla cultural” y teniendo en sus manos el hipotético manejo de la
estructura del Estado.
Las respuestas al paso y de
ocasión pueden ser variadísimas, pero a tono con el sentido y propósito de este
escrito, sería oportuno ir a un plano más profundo, que con un resto de pudor,
vacilamos al momento de llamar “cultural”. Como sea, no se trató de un matiz
anecdótico ni circunstancial, sino de que el cambio impulsado por Néstor y
Cristina Kirchner no fue realmente un “giro copernicano” equivalente al de
Carlos Menem: la base cultural sobre la que se produjeron ambos giros, se
mantuvo intacta y constituyó, al fin de cuentas, la principal debilidad del
nuevo periodo.
Lo que genéricamente se llama
“menemismo” fue algo más que una orientación político-ideológica. Se trató de
una suerte de vuelta atrás hacia los gloriosos tiempos de la oligarquía, de una
forma de pensar y de actuar basada en –si se permite la paradoja– la convicción
de que ya habían dejado de existir las convicciones y de que, en tanto todo
consistía en distribuir espacios de poder y negocios y beneficios económicos,
la política ya no era la búsqueda del bien común o la lucha por la preeminencia
de una ideología, sino que se había reducido a la distribución de prebendas y
beneficios, a la construcción de aparatos de poder y a la conformación de eficientes
estructuras de operadores.
No obstante el giro impreso por
Néstor y Cristina Kirchner al supuesto propósito final de la acción política,
el sentido del poder permaneció inalterado y el método y mecanismo de la
construcción política menemista siguieron intactos.
Para caer a tierra, porque alguna
vez había que hacerlo, eso expresa el “caso López”, no por él en sí mismo,
porque no se trata tan sólo de un acto de corrupción, ni cabe desmayarse de
horror por el cohecho, las debilidades, los intereses, las mezquindades de una
persona en particular, sino de preguntarse sobre su relación con un método de
construcción que va más allá de la gestión gubernativa, que se extiende al modo
de entender la política y su relación con la sociedad. Básicamente, de un
método de acción, construcción y conducción que no comprende la íntima
relación que liga a los fines con los medios.
Corresponde hacer hincapié en que
cuando aquí se habla de una concepción y una metodología de conducción y
construcción política, no se la cree privativa de un sector político. De ser
ese el problema, no sería nada. Ocurre que se trata de una manifestación
cultural de la sociedad argentina –acaso de la sociedad contemporánea, pero lo
nuestro está acá–, que recorre en forma transversal a la generalidad de
formaciones políticas y las organizaciones sociales, todas empecinadas en
anteponer el “aparato” a la política.
Medios y fines
Los casos de corrupción son
detalles circunstanciales –dolorosos, por cierto, para quienes han sacrificado
sus mejores años en una lucha que por momentos parece irse por la cloaca de las
canalladas–, pero finalmente secundarios, pequeños ejemplos de un problema más
profundo que consiste en una concepción del mundo y del poder cuyas
consecuencias se extienden más allá de José López y gentes parecidas.
La Secretaría de Obras Públicas
era, al fin de cuentas, una de las tres patas en las que se asentaba una
estrategia de acumulación, imprescindible, según cierta óptica, para no
depender de los poderes económicos. Las otras dos patas fueron las secretarías
de Transporte y de Energía, y cabe preguntarse, con toda lógica, cuántas de las
dilaciones y deficiencias en esas áreas no se debieron a la preeminencia de esa
concepción por sobre los objetivos nacionales y las necesidades populares. ¿A
qué se debió, sino, la larga década perdida en materia de reconstrucción del
sistema ferroviario? ¿Era necesario esperar diez años para comprender la
importancia que la energía tiene para la soberanía nacional? Y, saliendo de esa
esfera y tan sólo para dar un ejemplo que pueda resultar obvio a tantos colegas
que parecen no ver la relación entre los fines y los actos, ¿cómo se explica,
sino es en base a esa concepción del poder, de la conducción y de la
construcción política, la estrategia comunicacional de los gobiernos
kirchneristas y su lamentable –por decirlo suave y por lo bajo– política de
medios? ¿Cuál era la razón cultural y conceptual que podía explicar la
predilección gubernamental por conocidos crápulas empresarios por sobre los
modestos medios de comunicación populares, en su gran mayoría dejados al
garete, sin financiación, sin infraestructura y, tras trece años de gobierno,
hasta sin licencias?
¿Es tan difícil ver la relación
entre estas políticas y aquella concepción del poder de la que hablábamos? ¿O
se piensa que todo no es más que casualidad? ¿Se hace necesario dar más
ejemplos para mostrar lo que, muy deficientemente, se intenta aquí decir?
¿Habrá, acaso, que indagar en los métodos de construcción y elaboración
política de las agrupaciones partidarias? ¿Cuál es la lógica y el sentido de
una mirada que desde las cúspides del poder va hacia la base de sociedad? ¿No
es acaso una política popular la que, de pie sobre la base social, interpela a
quienes detentan el poder, sean quienes fueren, y no a la inversa?
Pero la pregunta en realidad
debería ser ¿es posible que simpatizantes, activistas y militantes consigan
empezar a pensar –o vuelvan a hacerlo– en serio? ¿O acaso se seguirá creyendo
que la discusión y el análisis político consisten en emular las opiniones
escandalizadas que se vierten en los talk shows televisivos de pretensiones
periodísticas?
La discusión y el análisis
político no consisten en quejarse de los enemigos ni en lamentarse de la
incomprensión ajena, sino en observar la estrategia del enemigo y, más que nada
y aunque a algunos les pese, en detenerse en los errores propios, con mesura,
pero también con dureza y oportunidad, para poder corregirlos justamente cuando
se está a tiempo de hacerlo.
Y en este plano, el análisis
crítico del modo de pensar, de los puntos de partida y del sentido del
pensamiento, resultan fundamentales. Por lo que decíamos antes: uno no es lo
que declama, ni lo que pretende ni lo que cree ser; uno es apenas lo que hace.
Y es preciso recordarlo siempre, en especial, cuando se está en la buena y
todavía a tiempo.
Si esto no se ha hecho, o no se
lo ha hecho bien –porque no es de buen empleado criticar a la patronal–, o no
se ha sido escuchado, si en vez de corregir los errores se ha perseverado en
ellos, nada de ello resta mérito a lo ocurrido en los últimos trece años.
Fueron,
indudablemente, años extraordinarios y, a poco que uno se detenga un instante a
observar las cosas con la debida perspectiva, sorprendentes, de los que es
posible que no se vaya a conservar mucho en la realidad, aunque sí que se
mantengan vivos en la memoria y subjetividad populares, tal como ha ocurrido
anteriormente. Y si lo primero habla de la falta de profundidad de los cambios
producidos, en muchos casos más chamuyados que estructurales, lo segundo
revelaría lo novedosa que siempre resulta la existencia de un gobierno que, más
allá de sus errores y deficiencias, haya estado a favor y no en contra de las
mayorías populares. Se puede afirmar, sin temor a errarle mucho, que esta
cualidad será valorada en los próximos tiempos en proporción directa al
desarrollo de la obra de demolición de las actuales autoridades, coincidente
con su cada vez más desembozado desprecio por la inteligencia y la sensibilidad
populares.
En todo
caso –y en coincidencia con los 30 años de su muerte–, podremos asegurar con
Jorge Luis Borges que, al fin de cuentas, “los únicos paraísos no vedados al
hombre son los paraísos perdidos”.