(Desde el Valle de Punilla) Como testigo de los suburbios de
mi tiempo, viajé desde Buenos Aires ayer por la noche para estar puntualmente hoy
al pie de cerro Uritorco, como quien diría, al pie del cañón del fin del mundo
pero lejos, muy lejos, de los saqueos en los supermercados y de las
conferencias bobas de Micheli y Moyano.
El Uritorco es propiedad de una señora Anchorena, aunque
bien podría ser un bien público y la Unesco lo podría nominar como Maravilla
del Mundo o Tesoro Cultural de la Humanidad.
No es que sobresalga como Maravilla, como las espectaculares
cataratas de Iguazú donde la felicidad está asegurada para todos los visitantes.
El Uritorco es un producto típico de las serranías cordobesas: pastos duros,
algunos árboles como molle, algarrobo blanco y espinillo, y arbustos como el
tabaquillo y el piquillín.
Visto desde unos kilómetros, no es más que otro de los cerros pelados que se levantan en la zona.
Acorde con los tiempos que corren, no hay notable o grupo de
notables que sepa qué significa Maravilla del Mundo. Simplemente, todo el
mundo puede votar por internet.
Claro que no todos saben cuales son las maravillas que
ofrece esta civilización: por ejemplo, la Unesco no incluye en la oferta de
maravillas a la ciudad de Ur, o la Biblioteca de Bagdad, en Irak, porque ambas
se evaporaron tras la invasión de tropas de EEUU. Los militares del Pentágono se defienden
opinando que los bombardeos indiscriminados sacaron a la luz nuevos yacimientos
arqueológicos a mayor profundidad.
Otra paradoja de la democracia es que el grueso de los
alemanes habría opinado en 1936 que el Estadio donde Hitler inauguró los Juegos
Olímpicos seguramente debía ser una maravilla, y así lo certificarían las
películas de Leni Riefenstahl. En EEUU, por otra parte, más de uno opinará que
el féretro recontracongelado de Walt Disney no lo es menos, y que las armas
automáticas son la mayor maravilla del mundo.
En algunos casos, la frase
irónica de Jorge Luis Borges (la democracia es un exceso de las estadísticas) tiene
bastante actualidad.
Si vamos a atenernos a la gente que estuvo pendiente del fin
del mundo, es posible, mañana mismo, que se inicie una campaña global para que el
Uritorco obtenga el galardón de Maravilla del Mundo. Al fin y al cabo, y
excepto una minoría que pretendía un suicidio en armonía con el universo, si
eso algo significara, los que llegaron aquí lo hicieron básicamente por la
valiente consigna de sálvese quien pueda.
En efecto, el lugar fue señalado como uno de los 12
alrededor del mundo que se librarían del apocalipsis maya.
No se sabe cómo
seguirían sus vidas luego del anunciado trance: no encontrarían las ciudades
donde trabajaban y dormían, ni los supermercados donde compraban, pero eso al
parecer no tiene importancia para los miles de jóvenes que pueden verse aquí
con amuletos y fetiches de todo tipo imaginable.
Los artesanos de la zona, que
habían previsto el evento, hicieron un esfuerzo laboral notable y ahora, entre humos
y emos, vemos infinidad de talismanes de India, Birmania, Bangladesh,
Guatemala, México y Nepal de fabricación típicamente local desparramándose
sobre mesas improvisadas y mantas.
Todos tiene una envidiable cara de felicidad. No tanto
porque no se acabó el mundo sino porque se encontraron, y toda verdadera
democracia requiere de respeto a la diversidad, incluso en su aspecto más ríspido:
saber distinguir.
Desde aquí, desde el Valle de Punilla, en tierras de la
señora Anchorena, se comprueba una vez más que la felicidad es un hecho puramente
subjetivo. Es más, nada existe más allá de la subjetividad.
Foto tomada por el autor en el Uritorco.