En enero de este año subí una nota titulada ".... o stop & crash" en esta misma línea. Ahora recurro a la siempre florida y documentada prosa del querido amigo y compañero Boot.
Por Teodoro Boot
Martín Rodríguez
ha hecho el esfuerzo de leer Cambiamos, diario de campaña (electoral,
claro está) escrito por Hernán Iglesias Illa –funcionario o asesor en
comunicación estratégica del Pro–, y de publicar en la revista Crisis el
análisis y las impresiones que le suscitó su lectura. La feliz circunstancia
nos libra a las gentes perezosas de la experiencia de sumergirnos en la
inquietante mentalidad de, en palabras de Rodríguez, “la elite de ex jóvenes”
que, nucleados alrededor de Marcos Peña y bajo la guía espiritual y estratégica
de Jaime Durán Barba, consiguieron darle voz y cerebro al grupo
político-empresarial que hoy nos gobierna.
Glosar la
interesante nota de Rodríguez carece de sentido, pues es posible acceder a ella
en http://revistacrisis.com.ar/notas/cambiaron , de manera que, dando por
acertadas sus observaciones, trataremos de hacer una breve síntesis de las
impresiones que, a su vez, nos suscitó su lectura. Sin embargo, parece
inevitable reproducir este párrafo (en el que el subrayado corre por nuestra
cuenta) quitándole sus líneas tal vez más jugosas, dicho esto para que el
lector se remita al texto original:
“El libro es,
también, un relato de venganza (...) la venganza de los nerds de la
antipolítica contra los politizados pasados de rosca (dentro y fuera del PRO)
(...) Illa escribe contra los politólogos y etnógrafos del peronismo
bonaerense, contra los consumidores de House of Cards, contra los quintacolumna
de la realpolitik, contra los radicales del ‘partido centenario’ que quieren
escribirle ‘la plataforma a Cambiemos’ (...) contra los cicerones del
clientelismo, contra los massistas que se hacían gárgaras de bala esperando el
momento en que el PRO aceptara la inevitabilidad del acuerdo con Massa, contra
los decanos de la Di Tella que les ‘dan línea’, contra los sensibles de la UCA
que sobrevaloran los gestos del Papa, contra los progresistas que creían que
gracias a Cristina y los peronismos provinciales tenían al electorado cautivo,
contra esa fauna famélica de sentido que hizo de la política un manual de
estilo: rosca, derpo, territorio, punteros, batalla
cultural, y siguen las firmas.”
Es curioso,
porque de la lectura de la reseña de Rodríguez lo que se desprende con claridad
es que “esa elite de ex jóvenes” parece haber comprendido mejor que nadie qué
significa eso de “batalla cultural”. Y, lo que resulta más significativo,
haberla llevado a cabo. Porque así como del amor conviene no hablar sino
hacerlo, a la batalla cultural no se la declama sino que se le libra. Y
Rodríguez, o más bien Iglesias traducido por Rodríguez, justamente da cuenta
del modo en que a través de la “elite de ex jóvenes”, ese sector social venció cómodamente
la batalla cultural de la que en estos años tantos no se cansaron de hablar, de
paso confundiendo a sus oyentes. Es de eso, de lo que se desprende de la nota
de Rodríguez, de lo que trata la dichosa (por mentada) batalla cultural: de la
simultánea construcción de un sistema de
valores y de un sistema de prejuicios,
de una forma de construir un pensamiento y las categorías que de él se derivan.
Todo lo demás es
paisaje.
En ese sentido,
vale la pena remitirse al original y, ya con mayor espíritu de sacrificio, al
original del original.
De todos modos, durante la lectura de la reseña de Rodríguez quien escribe no podía dejar de pensar en que asistía a una suerte de remake de los Sushi Boys, de los Lopérfidos y Lombardis alegremente amuchados alrededor de Antonito De la Rúa y el banquero Fernando de Santibañes. Y cabe sospechar que terminarán de modo semejante, no por los méritos de un movimiento nacional vuelto, hoy más que nunca, ese gigante invertebrado y miope del que hablaba Cooke, sino por sus propias limitaciones. “El PRO te quiere dejar en paz –glosa Martín Rodríguez–, te saca lo más que puede el Estado de encima y entonces sólo tiene para ofrecer economía. En esa fortaleza anida su debilidad: ¿tendrá economía para todos?”, se pregunta finalmente.
Vías de escape
En el plano de
los proyectos y modelos económicos en relación con la gente de pata al suelo,
Argentina enfrenta dos dificultades insalvables, o al menos no resolubles
librado el país a sus propios medios. Por un lado, no existe ninguna
posibilidad de retornar al paraíso oligárquico, al país agrario, ya en crisis
terminal al promediar la segunda década del siglo XX: hace ya demasiados años
que la cantidad de habitantes superó, con creces, el número de personas que
podrían, no ya prosperar, sino al menos medrar en una economía agraria. A ojo
de buen cubero, sobrarían en la actualidad al menos unos 25 millones, a los
que, por otra parte, no hay dónde poner ni a adónde mandar, a no ser que esos
neointelectuales del macrismo estén pensando en alguna clase de “solución
final”.
No es viable el
país que esta “elite” quiere, o sin saberlo produce, a tanta distancia de
Estados Unidos y Europa. Para los hundidos en la miseria de Centroamerica y
México, Estados Unidos está a tiro de piedra y resulta tentador como
alternativa al páramo en que se han vuelto sus hogares. Y para llegar a ese paraíso
americano basta con un viaje en tren, en camión o hasta a pie. Lo mismo ocurre
con turcos, sirios y hasta norafricanos y subsaharianos con Europa: el
Mediterráneo es nada comparado con el Atlántico, mucho más de tener que
cruzarlo en diagonal.
Los empobrecidos
y marginados por el proyecto económico actualmente en ejecución en nuestro
país, los que carecen de propiedad, título universitario, oficio calificado, no
tienen dónde ir, ni encuentran forma de escapar. Por el contrario, ese páramo
al que velozmente –demasiado velozmente– vuelven a ser “desterrados” es a la
vez la “vía de escape” de los marginados de Bolivia, Paraguay, Perú y hasta
Chile y Uruguay. En suma, existe alguna posibilidad de encontrar un destino
fuera del país sólo para un pequeño porcentaje de las clases medias en proceso
de empobrecimiento, proceso tan vertiginoso que se puede apreciar únicamente
remitiéndonos a antecedentes históricos nada remotos.
El
segundo de
los problemas argentinos también se relaciona con la cantidad de
habitantes: el
número es demasiado exiguo para crear un mercado interno de suficiente
envergadura como para llevar a cabo un proyecto industrializador. Es
necesario entonces
agrandar el mercado interno, lo que además de políticas redistributivas,
requiere –dicho sea de paso, para ilustrar a tanto analfabeto funcional
hijo de
inmigrantes que chilla por la nueva inmigración– de la creación de un
ambiente
atractivo para atraer nuevos trabajadores y consumidores, pero
fundamentalmente
mediante la integración regional. Nuestro país, por sí solo, no puede
desarrollar esa densidad nacional que
insistentemente reclamaba Aldo Ferrer.
Este camino, el
de la integración regional, que puede facilitarse por el idioma, la cultura y
la historia comunes, pero que en realidad se explica por la necesidad de
supervivencia y desarrollo de las sociedades sudamericanas, es el que primero
intenta dinamitar el gobierno surgido de la “venganza de los nerds”, de la
acción de esa “elite” intelectual del macrismo.
Estados Unidos,
Europa, Israel, son destinos posibles para la clase media sobrante. Lo que
cualquiera se pregunta es dónde piensan meter estos tipitos a los 25 millones
de argentinos que quedan afuera de un modelo económico que, por su propia
limitación estructural, está condenado al fracaso. Ni cómo planean sofocar la
reacción de los expulsados.
En ausencia de
conducciones y organización, tras un largo proceso de marginación, la reacción
de las multitudes suele ser individual y delictiva, modalidad motivada, a
partes iguales, por la necesidad y el resentimiento. De acuerdo a los ritmos
actuales, cabe presumir que sea colectiva, pero desorganizada, punto en el que
–como es prescriptivo– se hace necesario “volver” a Perón: “No se vence con la
fuerza sino con inteligencia y organización”
La “operación
kirchnerización”, el intento de separar o diferenciar un hipotético
kirchnerismo de un frente nacional con eje en el peronismo (último refugio,
identidad cultural básica del pueblo argentino) ha sido exitoso. ¿Y cómo no iba
a serlo, si fue llevada a cabo tanto desde fuera como desde dentro del
movimiento nacional?
La consecuencia
de esta exitosa operación ha sido una mayor dispersión y desorganización en la
que imperan la duda, la confusión, la envidia, la descalificación.
Entretanto, las
elites económicas intentan expulsar de la sociedad la mayor cantidad de
personas y a paso redoblado desmontan cuidadosamente el Mercosur, hacen
acuerdos para la instalación de bases militares estadounidenses, entregan
Malvinas y lo que pudiera tocarnos de la Antártida, suscribirán los acuerdos
trasnacionales sobre patentes y firmarán el tratado transpacífico y cualquier
pacto que asegure la indefensión de nuestra industria.
¿Cómo podrá
salirse en el futuro de ese corset?
El oráculo de San Martín
Más allá de los
vaticinios sobre el fin de la historia y la muerte de las ideologías, de la
brutal campaña de desideologización, despolitización y transculturación a que
es sometida la sociedad, como les sucede a las brujas, las constantes
históricas podrán no existir, pero insisten en manifestarse y reencarnar en
nuevas formas, desde los tiempos previos a nuestro primer intento autonómico y
emancipatorio que en estos días algunos celebramos.
Viene a cuento,
por su actualidad, recordar el frustrado retorno de José de San Martín, quien 6
de febrero de 1829 llegaba a las puertas de Buenos Aires a bordo del HMS Countess of Chichester, llamado
por el gobernador Manuel Dorrego para ponerse al frente de la guerra contra el
imperio del Brasil. Pero llegado el momento, el Libertador se negó a bajar a
tierra.
En Buenos Aires,
tras asesinar al gobernador Dorrego y luego de ser derrotado en la batalla de
Puente de Márquez, Juan Lavalle se había atrincherado en la ribera del río
Matanza, mientras Estanislao López, que lo había vencido, volvía
apresuradamente a Santa Fe, temeroso de que desde Córdoba, José María Paz, que
acababa de derrocar a Juan Bautista Bustos, invadiera su provincia. Lavalle
quedaba frente a frente con Juan Manuel de Rosas, quien, dueño de la campaña y
establecido en Cañuelas con sus Colorados del Monte, amenazaba a la ciudad
sometida a las fuerzas unitarias.
Al momento del
arribo de San Martín la ciudad estaba sumida en el terror y el desorden. El
gobierno unitario había iniciado una brutal persecución contra los partidarios
de Dorrego y proscribía a federales caracterizados. Anchorena, Terrero, Wright,
Iriarte, Aguirre, Balcarce, Maza fueron arrestados y deportados. El
mayor Mesa y otros oficiales que habían permanecido fieles al legítimo
gobernador eran fusilados en la plaza Victoria.
San Martín se
había enterado del golpe de Estado de Lavalle al pasar por Río de Janeiro, y
fue en Montevideo donde recibió la noticia del fusilamiento de Dorrego.
Conmovido, tomó la decisión de no desembarcar.
Seis días
después de su arribo, en la tarde del 12 de febrero, el barco zarpó rumbo a
Montevideo, donde el Libertador fue sorprendido por la llegada del coronel
Eduardo Trolé y Juan Andrés Gelly, delegados del general Lavalle que venían
con la propuesta de que aceptara hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires,
que tan temerariamente Lavalle había usurpado. San Martín se negó de plano,
explicando que había rechazado un pedido similar formulado por los federales.
Más allá de las
razones que dio a Lavalle y de sus desoídos consejos de pacificación y
concordia, será a sus amigos Guido y O´Higgins a quienes dará las razones de su
actitud: “Las agitaciones consecuentes a diecinueve años de ensayos en busca de
una libertad que no ha existido –escribió–, y más que todo la difícil posición
en que se halla en el día Buenos Aires, hacen clamar al general de los hombres
que ven sus fortunas al borde del precipicio y su futura suerte cubierta de una
funesta incertidumbre, no por cambio en los principios que nos rigen, sino por
un gobierno riguroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara
en lo que se agarra. Igualmente convienen y en esto ambos partidos, que para
que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos
desaparezca. Al efecto se trata de buscar un salvador que, reuniendo el
prestigio de la victoria, la opinión del resto de las provincias, y más que
todo un brazo vigoroso, salve a la patria de los males que la amenazan. La
opinión, o mejor decir, la necesidad presenta este candidato: él es el general
San Martín… Partiendo del principio de ser absolutamente necesario el que
desaparezca uno de los dos partidos de unitarios o federales, por ser
incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública, ¿será posible
sea yo el escogido para ser verdugo de mis conciudadanos y cual otro Sila,
cubra a mi patria de proscripciones? No, amigo mío, mil veces preferiré
envolverme en los males que ser yo el ejecutor de tamaños horrores. Por otra
parte, después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos
contendientes ¿me sería permitido por el que quedase vencedor una clemencia que
no sólo está en mis principios, sino que es del interés del país y de nuestra
opinión con los gobiernos extranjeros, o me vería precisado a ser el agente de
pasiones exaltadas que no consulten otro principio que el de la venganza? Mi
amigo, es necesario que le hable la verdad: la situación de este país es tal,
que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a
una facción o dejar de ser hombre público. Este último partido es el que
adopto…. Ud. conocerá que en el estado de exaltación a que han llegado las
pasiones es absolutamente imposible reunir los partidos en cuestión, sin que
quede otro arbitrio que el exterminio de uno de ellos…”.
Ocho meses
después, un victorioso Juan Manuel de Rosas se hacía cargo del gobierno de la
provincia. Aclamado por la inmensa mayoría de los bonaerenses y con el apoyo
casi unánime de las provincias, lo hacía con el propósito de “restaurar las
leyes”. Sin embargo, no pudo escapar al vaticinio de San Martín, quien con
singular clarividencia había advertido lo que algunos tontos han dado en llamar
“grieta” y que no es sino la existencia de dos proyectos de país: uno, que
nunca puede terminar de realizarse, y el otro al que le basta con impedir esa
realización.
En uno de esos
dos momentos estamos ahora, como lo estuvimos siempre. No obstante, cada tanto
aparece en este lugar del planeta alguna elite de ex jóvenes convencida de
haberle inventado el agujero al mate o, acaso más temerariamente, aquel que,
como Urquiza y Lonardi, bajo el lema “Ni vencedores ni vencidos”, nos precipite
a un nuevo baño de sangre.