Jorge Abelardo
Ramos
Acaba de morir
Perón, cuya inmortalidad aseguraban algunos de sus adictos más devotos. Pero
había algo de verdad en semejante idea, pues a ese hombre singular podían
aplicarse las palabras de Bismark: “Todo hombre es tan grande como la ola que
ruge debajo de él”. La ola de Perón no era el ejército prusiano,
sino la multitud innumerable que trasmitirá su memoria al porvenir. Cabe
decir de él, como de Yrigoyen, que fue “el
más odiado y el más amado de su tiempo”. Su tiempo comenzó en una madurez
avanzada, a los cincuenta años. Cuando los coroneles se retiran o ascienden a
generales para proyectar su retiro y concluir ordenadamente su vida. Le tocó a
Perón lanzarse a una aventura histórica de una turbulencia e intensidad pocas
veces conocidas.
infame, y la
Segunda Guerra Mundial imperialista. La neutral
Argentina gozaba de prosperidad. Poco a poco la desocupación de los años duros
era absorbida por el impulso industrial creado a consecuencia del conflicto
bélico y de la bancarrota del 30. Los peones se hacían obreros y las chicas del
servicio doméstico, humillado y martirizado, ingresaban a las nuevas fábricas.
Pero al llegar a las ciudades, no había lugar para ellos ni en los partidos
políticos de izquierda, ni en los antiguos sindicatos, influidos por tales
partidos. Los trabajadores, que se harían peronistas en 1945, descubrieron un
sistema político fuertemente impregnado de la influencia anglosajona.
La herencia del
viejo partido de Yrigoyen había caído en manos de los alvearistas, amigos de
Inglaterra, de la
CADE y de los
conservadores liberales. De Lisandro de la
Torre, los demócratas progresistas no querían ni acordarse:
participaban en amables tertulias con los protectores de los asesinos del
senador Bordabehere, para urdir el ingreso de la
Argentina a la
segunda gran guerra de
las democracias coloniales. Naturalmente, el Partido Socialista fundado
por Juan B. Justo integraba tales reuniones, que prologaban la inminente Unión
Democrática. Para no ser menos, el Partido Comunista inspirado por Vittorio
Codovilla (bajo la luz bienhechora de Stalin), era uno de los artífices de tal
alianza, que pretendía reproducir en la
Argentina el
pacto de los tres grandes y los acuerdos de Yalta. Estos pactos se
traducían al
castellano mediante la exigencia de sustituir la lucha contra el
imperialismo por la lucha contra el fascismo. Como el fascismo era
desconocido
en el país, se idealizaba la presencia del imperialismo “democrático” y se recomendaba a los obreros de los
frigoríficos no pedir aumentos de salarios para no dificultar “la lucha de los ejércitos que
luchaban por la libertad del mundo”. Por su parte, la burguesía industrial
era tan débil que ni siquiera contaba con un diario propio.
Al irrumpir en la
historia, Perón se enfrentó con ese cuadro. Su robusto realismo político le
permitió advertir que el país se encontraba en el umbral de una nueva
edad. Muchos lo habían anunciado y hasta habían llamado a esa hora del
destino: Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra, el
capitán de fragata Oca Balda, el ingeniero Alejandro Bunge, Joaquín Coca,
Manuel Ugarte. Desde el campo del yrigoyenismo revolucionario, del nacionalismo
burgués, del nacionalismo tradicional, desde el socialismo clásico y hasta del
marxismo no staliniano, argentinos resueltos habían preconizado la necesidad de
concluir para siempre con la vergüenza de la factoría inglesa, hermoseada
con poetas anglomaníacos, con izquierdistas de Su Majestad, o con trogloditas
del Nuevo Orden.
Perón resumió a su
modo algunas de esas aspiraciones explícitas. Encarnó las esperanzas latentes
de las grandes masas que carecían de voz, y los intereses de la nueva
burguesía, así como llevó a la práctica el nacionalismo militar concebido por
el general Savio. Esta síntesis fue su fuerza y su justificación histórica.
Pero cada vez que una corriente nacional brota en América Latina, los doctos
sabihondos se precipitan al error con un olfato infalible. Pulularon en la época
múltiples teorías sociológicas que habrían erizado de risa o de cólera al
viejo Marx, ya que muchos de sus apologistas invocaban nada menos que a
semejante maestro. Desde 1944, cuando Perón pronunciaba sus
primeros discursos en los balcones de la calle Perú, las preguntas o
afirmaciones más corrientes eran: ¿Es fascista? ¿Es falangista? ¿Es un
candidato o un dictador? ¿Es un agente alemán? Aquellos que tenían el
dudoso gusto de leer la folletería de la “izquierda
roosveltiana” añadían
con sabio misterio: “es un
caudillo del lumpenproletariat”. Parece
mentira, pero tales gentes de hace treinta años tienen prole ideológica,
que repite las mismas vaciedades en nuestros días.
Perón fue el jefe
de un movimiento nacional en un país semicolonial. Su poder personal
emergió de la impotencia de los viejos partidos que se negaron a apoyarlo en
1945 y que prefirieron aliarse con Braden. Ese poder personal perduró como un
factor arbitral en una sociedad inmadura. Adquirió por momentos un franco carácter
bonapartista. Ese fenómeno es habitual en los países del llamado Tercer
Mundo, pues frecuentemente se revela como una verdadera necesidad
general, para resistir la intolerable presión del imperialismo, altamente
concentrado en su poder y dirección. Las contradicciones que se le reprochaban
a Perón no eran sino la expresión personal de las clases sociales nucleadas en
su torno y que el caudillo representó a lo largo de toda su carrera. No fue un “agente de la burguesía industrial” ni un “caudillo del proletariado” ni,
mucho menos, un “líder de poder carismático”. El
vocablo “carisma” refleja
la pobreza científica de la sociedad norteamericana, que ahora apela a la
magia. El influjo de Perón no era sobrenatural o inexplicable. Consistía en
interpretar el estado de ánimo y los intereses de las grandes masas y clases
oprimidas. Cuando lo lograba, ese poder era tan inmenso como la energía de las
multitudes que hablaban a través de él. En otras ocasiones, ese poder era el de
un ciudadano corriente.
Perón e Yrigoyen
fueron los dos grandes caudillos nacionales en lo que va del siglo. Nadie podrá
imputarle a Perón, a lo largo de su prolongada lucha, que haya sido infiel al
programa que propuso al país en 1945. No fue un fascista, por supuesto, ni un
socialista, naturalmente. Los gorilas del 45 no comprendieron lo primero,
ni muchos de sus hijos, lo segundo. Perón siempre aspiro a ser el mismo su
propia izquierda y su propia derecha. Como luchó por desarrollar un capitalismo
nacional (estatal y privado) contra la sociedad inmóvil de la hegemonía
terrateniente, ésta lo declaro indeseable, lo derribó y lo expatrió durante
dieciocho años. El pueblo, sin la ayuda de los sociólogos, comprendió que sólo
un patriota podía merecer tal castigo. A tal odio respondió con un amor
equivalente. Perón intuyó certeramente su próximo fin. El discurso del 12 de
junio, que declaraba al pueblo único heredero de sus banderas, constituyó el
testamento político de este varón singular, que entró en la muerte tan
oportunamente como había irrumpido treinta años antes en la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario