miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL REVISIONISMO HISTÓRICO LLEGÓ A LAS HAMBURGUESAS

Pacho O’Donnell está pasando un período de súbita trascendencia. Aunque se lo vio vacilante a la hora de prender una estrella federal sobre el pecho de la Presidenta durante el acto de recordación del combate de Obligado, todos los libreros coinciden en que los escritos del psicoanalista puesto a divulgador de la historia se venden como pan caliente, superando incluso al viagra.
Pacho tiene una visión humorística de la historia argentina: reivindica a Mitre y a la vez se dice nacionalista.

Desconociendo esa especificidad, al parecer, se ha visto a muchos paisanos comprando yerba, azúcar “y uno de los libros de Pacho, por favor” en las pulperías del Gran Buenos Aires. El revisionismo es una historia de moda, y las modas generan buenos modales.
No es paco y alcohol lo que se adquiere con la AUH, como denunció Sanz, el ex-intendente de San Rafael. La gente compra fascículos escritos por Pacho.

Eso me recordó una noticia que publiqué hace tiempo ya, en 2003, sobre un notable hallazgo de la escuela rusa del revisionismo histórico, que allá también llegó aunque no se crea.
Fue necesario que cayera el Muro, que el capitalismo pudiera reinar en el mundo como corresponde, que los comunistas rusos se convirtieran en neoliberales o mafiosos a voluntad, y que con ello desaparecieran las “historias oficiales”.
También la soviética, una de las peores.
La noticia de 2003 no solo adquiere nueva relevancia por este renacer revisionista en nuestro país: en efecto, puede ser tomada como una vuelta de tuerca en el llamado escándalo Wikileaks. Esto es lo que pasó:

En una publicación de la universidad de Kaliningrad, “В ревизионистских”, traduzco directamente del ruso un artículo del historiador Pipper Pitovich, doctorado cum laude en Volgograd:

Documentos desclasificados del Presidium de Siberia confirman datos hasta ahora desconocidos sobre la identidad de un sujeto que cambió la historia contemporánea. Se trata de un ucraniano, Alexandrovich Popoff, que había sido condenado a seis meses de prisión por ebriedad y vagancia, y que deambulaba sin rumbo fijo por los muelles de Odessa, en el Mar Negro, cuando fue enganchado por la fuerza en la marina de guerra del Zar. Esto sucedía en el invierno de 1905, y en castigo fue asignado a la cocina del acorazado Potemkin, nave insignia de la flota imperial.

Como lo relató Eisenstein en su célebre película, la carne podrida que sirvió Popoff a la tripulación del Potemkin desató, con la consigna "¡Mueran los maximalistas!", una cruenta rebelión de la marinería contra los oficiales que pretendían obligarlos a comer, luego la represión indiscriminada sobre los habitantes de Odessa que se solidarizaron con los marinos, mas tarde los 5.000 fusilados de San Petersburgo, la abdicación del zar y por fin la caída del gobierno socialdemócrata de Kerensky”.


“Por fin” es un decir, agrega el historiador revisionista Pitovich:

“De no haber sido por las malas artes culinarias de Popoff, el mundo no habría conocido la NEP de Lenin, la Cheka pudo haber sido una Ong de gente bienintencionada, Stalin un georgiano dipsómano, las invasiones a Hungría, Checoslovaquia y Afganistán sendos paseos de hooligans del Estrella Roja, y la crisis de los misiles cubanos, un entuerto turístico”.
Gorbachov y Putin seguirían siendo agentes de la KGB, o quizás se habrían jubilado con la mínima.
Popoff no era un asesino serial sino un ucraniano huérfano, criado por la tribu ang’tp de la etnia tártara, anota Pitovich. 
El dato no es menor: nos revela por qué Popoff no planificó un asesinato en masa de la tripulación del Potemkin sino, simplemente, cocinó la carne tal como estilan los tártaros, grandes consumidores de carne de perro Samoyedo que se sirve picada (y podrida según los gustos occidentales) con una salsa de ojos de perro machacados

Pero el revisionismo histórico ruso corre el velo de otro detalle todavía más espectacular que puede cambiar la historia de Occidente: mediante un convenio académico de la universidad de Kaliningrad con su similar de Yale, estudiosos de esta última accedieron en exclusiva al testamento manuscrito de Ronald McDonald, creador de la célebre cadena.

El testamento de McDonald reza en uno de sus codicilos, el número XXI: “Declaro bajo juramento que mi abuelo Ronald nació en Ucrania como Piotr Popoff, que quedó huérfano de madre y padre, que fue criado por una tribu tártara, y que en Irlanda consiguió pasaporte falso para poder emigrar a la tierra de las oportunidades y la libre iniciativa”, termina el doctor Pitovich.


¿Fueron parientes Piotr y Alexandrovich? ¿Piotr aprendió a cocinar carne picada de perro Samoyedo en la tribu tártara que lo crió en las heladas estepas de Tartaria?
¿Sabremos alguna vez cuáles son los ingredientes de los BigMac? ¿Seguirán siendo tan secretos como los de la Coca-Cola?
¿Fue Ronald McDonald tan bueno como dicen las malas lenguas? ¿No habrá sido, en definitiva, un empresario exitoso y bipolar?

¿Pacho descorrerá el velo de todos estos interrogantes?


2 comentarios:

ana dijo...

Continùo el relato y esto va en serio porque es cierto.
Dado el conocido vicio de espionaje de las corporaciones nortemericanas se supone que las salchichas de perro salchicha del MC DONALD pueden tener algùn dispositivo especial cuenta chismes.

Jorge dijo...

Desopilante!
Atte/
PD: Revisionismo de cada hamburguesa...puajjj

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