lunes, 22 de noviembre de 2010

UN DAÑO COLATERAL

El 20 de noviembre (que José María Rosa contri buyó a consagrar primero en la contracultura del revisionismo histórico y en 1974 por la Ley Nº 20.770 que instituyó el "Día de la Soberanía Nacional") se conmemora la batalla de Vuelta de Obligado, por décadas sólo evocada en artículos y ensayos de circulación marginal, aún con su correlato ritual, pues para la fecha acudían a San Pedro reducidos números de activistas nacionalistas y peronistas que contribuían a desmalezar el abandonado paraje mediante el sencillo procedimiento de agarrarse a trompadas.



La batalla de Obligado era, para la mayoría de los ciudadanos, un hecho remoto y prácticamente desconocido, y su evocación litúrgica por parte de belicosas minorías, a los ojos actuales podría sonar equivalente a una gresca en Villa Celina entre nostálgicos de Sumo y parciales de Sui Generis.

Nada más, hasta que el entonces joven y talentoso poeta y luego anciano sibarita “y siempre talentoso” Miguel Brascó escribió los versos de “La Vuelta de Obligado”, para los que Alberto Merlo compuso música en aire de triunfo, detalle que luego llevaría a numerosas confusiones.

Poco después, al ser interpretado por Alfredo Zitarrosa, el tema alcanzó gran popularidad entre las nuevas generaciones, inmersas en un acelerado proceso de politización y nacionalización.

Fue así que en peñas y reuniones juveniles, el tema era coreado con particular enjundia y cierto revisionismo del revisionismo como “El triunfo de Obligado”.

Oscar Wilde debía tener razón nomás, porque al ser popularizado el conocimiento del hecho histórico a través de la evocación artística, sugirió, a más de cuatro módicos iconoclastas que nunca faltan, la posibilidad de que alguien alguna vez hubiera considerado un triunfo a la modesta batalla que enfrentó “téngase presente” a la provincia de Buenos Aires (asistida por Entre Ríos y Santa Fe) con la flota conjunta de las dos mayores potencias navales de la época.

La provincia de Buenos Aires actuaba en representación de la Confederación, pero sin contar con algo parecido a un ejército nacional sino apenas con milicias asistidas por algunas caballerías entrerrianas y santafesinas, de las mejores del mundo. Claro que la caballería no resulta el arma más adecuada para una batalla naval, aunque apenas se tratase de bloquear el remonte del río.

Debemos situarnos en 1845, cuando nuestro país no era nuestro país sino un inestable rejunte de algunos de los fragmentos remanentes del fracaso de los proyectos independentistas de proyección continental. La larga guerra civil desatada en 1813 con el desconocimiento y prisión de los delegados artiguistas al congreso constituyente por los núcleos porteños ligados al comercio exterior (básicamente, con Inglaterra), dio paso a una suerte de Pax Romana impuesta por Rosas, que, con sus errores y omisiones, tuvo el enorme mérito de utilizar el poder que el puerto y la aduana daban a Buenos Aires, no para escindir del conjunto a la provincia favorecida, sino para evitar la dispersión de las existentes y crear las condiciones para el regreso de las secesionadas.


A este pr oyecto, qu e Rosas llevaba a la práctica diaria, sistemática y minuciosamente, lo llamó “Sistema Americano” y tenía como propósito ulterior sentar algunas bases para la conformación de una confederación sudamericana que incluiría a Brasil, una vez librado del régimen imperial y el sistema esclavista (al respecto, resulta recomendable la lectura de La caída de Rosas, extraordinario trabajo de José María Rosa que luego de muchos años de ausencia de las librerías, fue recientemente reeditado por una editorial cooperativa, Punto de Encuentro).

El Alto Perú se había separado de las Provincias Unidas con la proclamación de la independencia de Bolivia en 1825. La Banda Oriental, que junto a las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Córdoba y las Misiones había declarado la independencia en 1815, un año antes que el resto de las provincias argentinas, fue luego invadida por Portugal. En 1825, Juan Antonio Lavalleja consigue derrotar a los invasores y declara la independencia del entonces Imperio de Brasil, hecho que desencadena una guerra entre el Imperio y la Confederación. En las confusas negociaciones de paz, la diplomacia inglesa consigue imponer su criterio y la liberación de la Banda Oriental del dominio imperial queda convertida en la Independencia del Uruguay en 1828, sancionada por el congreso reunido el 18 de Julio de 1830.

Respecto a Paraguay, conviene demorarnos un poco más, habida cuenta que, aparentemente, era el único damnificado por el principio de soberanía sobre los ríos interiores que sostenía la Confederación (además, claro, de los intereses comerciales briánicos).

La historia es peculiar, pues comienza con una secesión realista: a raíz de la Revolución de Mayo, el 24 de junio de 1810 el gobernador español Velazco separa al Paraguay del Virreinato del Río de La Plata. Pero un año después estalla una revolución y la junta gubernativa presidida por Fulgencio Yedros estableció un proyecto de confederación con las Provincias Unidas del Río de la Plata, convocando además a la unión latinoamericana. El proyecto no consiguió ponerse en ejecución, por las mismas razones que la Junta de Mayo, crecientemente hegemonizada por la burguesía mercantil porteña, acabó enfrentándose a la mayoría de las provincias, enfrentamiento que en este caso se vio incentivado por la diplomacia portuguesa.

Sin embargo, en octubre de 1811 la Junta Gubernativa de Paraguay firma un tratado de amistad, auxilio y comercio, ya no con la Junta, sino con el Primer Triunvirato, representado por Manuel Belgrano. Un congreso reunido en 1813, impone al Paraguay el nombre de república y establece el sistema de gobierno del consulado. Poco después, el cónsul Gaspar Rodríguez de Francia declara su oposición a la idea confederar el Paraguay con las Provincias Unidas debido a la creciente hegemonía unitaria.

Pero el status de la relación no cambia y queda regida, básicamente por el tratado de 1811 y un posterior acuerdo no escrito de respeto mutuo entre Gaspar Francia y Rosas. En los hechos, para Rosas, la “república” paraguaya segu ía sien do “provincia”, con lo cual gozaba de los mismos beneficios aduaneros de los demás miembros de la Confederación.

Francia fue sucedido a su muerte por su sobrino Carlos López, quien llevó una política menos rigurosa y aislacionista que la de su tío, interviniendo en forma activa en la vida política de la Confederación, donde eligió el bando de los antirrosistas, tal vez por consonancia de intereses antiporteños con las provincias del litoral, que acabaron llevándolas a un ultrafederalismo muy oportuno para los unitarios afincados en Montevideo, quienes habían hecho de la caída de Rosas el leit motiv de sus existencias.

Bajo el gobierno de López y la influencia del imperio de Brasil, Paraguay proclamó la Independencia en 1842, Independencia que jamás fue reconocida por Rosas, que en consecuencia mantuvo la autorización a comerciar sin derechos aduaneros y bajo pabellón argentino a todas las provincias, incluido el Paraguay. Rosas consideraba a la independencia paraguaya como una veleidad de López, de escala y trascendencia comparable a la independencia de Corrientes, y sumamente perjudicial para el presente y futuro paraguayo, vaticinio en el que lamentablemente no se equivocaría.

Pueden discutirse, particularmente en Paraguay, las razones de Rosas, pero desde su punto de vista era inadmisible que las naves y los productos extranjeros transitasen libremente por un río interior de la Confederación.

El principio de la libre navegación de los ríos, fomentado por Francia y Gran Bretaña y defendido por compatriotas que no se sabe si tenían más de tontos que de canallas, es un absurdo que no resiste el menor análisis y que consiste en el derecho que pueda asistir a cualquier potencia extranjera a introducirse en un país o a comerciar con los naturales sin el consentimiento de las autoridades.

La negativa de Rosas a permitir la libre navegación del Paraná a las potencias extranjeras llevó a Gran Bretaña, empeñada en derramar sobre el Paraguay las mieles del librecambio, a poner en práctica por segunda vez lo que luego sería conocido como “diplomacia de las cañoneras”. No debe olvidarse que poco antes, en 1842, había concluido la agresión inglesa a China, que comenzó en 1839 cuando el gobierno chino decidió prohibir el opio, que, cultivado en la India, era introducido en el país por las compañías británicas, que pagaban con él las compras de sedas y porcelanas.

Ante la perspectiva de tener que pagar en metálico, las compañías británicas recurrieron a su gobierno, que envió a la flota. Las tropas chinas se rindieron ante el poderío inglés y el gobierno chino cedió, firmando el tratado de Nankín, que abrió el comercio de opio, sancionó la libre navegación del Yang Tsé y demás ríos chinos y obligó a China a ceder el territorio de Hong Kong.

Aquello fue el inicio de una violación en serie, que siguió con la firma de tratados igualmente leoninos que llevaron a la entrega de Macao a Portugal, a Rusia del margen izquierdo del río Amur, así como el área costera no congelable del Océano Pacífico, donde poco después fue fundada Vladivostok, más una fuerte compensación de dos millones de teals de plata a los comerciantes británicos, otra de 8 millones de teals al Reino Unido y Francia, la apertura de Tianjin como un puerto comercial y la legalización del comercio de opio.

En cambio, mientras sus asuntos exteriores fueron gobernados por Rosas, la Confederación Argentina se mantuvo firme y la derrota de Vuelta de Obligado (que fue seguida del constante hostigamiento de Mansilla y Santa Coloma a la flota anglofrancesa que en varios combates y escaramuzas a lo largo del Paraná “como los de San Lorenzo, Paso del Tonelero o Angostura del Quebracho” le ocasionó graves pérdidas) constituyó un magro botín para los invasores y a la postre la peor de sus derrotas diplomáticas: en noviembre de 1849 mediante el tratado Southern-Arana, Inglaterra se obligó a levantar el bloqueo establecido dos años antes, a evacuar la isla Martín García, devolver los buques de guerra argentinos capturados en el mismo estado en que fueron tomados, y a saludar al pabell n argentino con veintiún tiros de cañón.

De igual manera, el gobierno inglés reconoció que la navegación del río Paraná era “una navegación interior de la Confederación Argentina y sujeta solamente a sus leyes y reglamentos; lo mismo que la del río Uruguay, común con el Estado Oriental”.

Los mismos términos fueron aceptados por Lepredour y convalidados por la Asamblea francesa, aunque éste tratado no llegó a ser aprobado en nuestro país: para cuando arribó a Buenos Aires el enviado francés, Rosas ya no estaba en Palermo y la soberanía nacional empezaba a ser el sonsonete vacuo que para tantos parece seguir siendo hoy en día.

No en vano el Libertador legó su sable a Juan Manuel de Rosas “como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tentaban de humillarla".

Los módicos iconoclastas de barrio reaparecieron en estos días, en que por primera vez se conmemorará oficialmente el combate y la fecha quedó establecida como feriado. ¿Por qué? ¿Por la batalla? ¿Por el feriado? ¿Por qué se conmemora una derrota? ¿O porque creen que los demás creen que fue un triunfo? ¿Por celebrar la soberanía nacional? Cabe sospechar que se trata de algo mucho menor, de la clase de “polémicas” que despertaron los planes de conmemoración del bicentenario, el censo 2010 y seguramente despertará el año próximo la reposición de los feriados de carnaval. Algo malo y avieso habrá en esa restauración, seguramente.

No es prudente ni sensato oponerse a todo cuanto provenga de un gobierno por el sólo hecho de ser opositor a algunas de sus políticas ya que la consecuencia bien puede ser comparable a la de promover y aliarse a una eventual intervención anglofrancesa que acabe con el gobernante de turno. Que de paso acabe con el país y su soberanía, sería apenas un daño colateral.

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