lunes, 2 de mayo de 2011

Sabato, el faro moral

Excepcional aporte de Teodoro Boot que ilustramos con una foto del fallecido escritor de los Santos Lugares en su clásica postura: dudando, angustiado, ante el mármol. ¿Crudo o cocido? ¿me cambio o voy así? ¿pato o gallareta? ¿le digo que sí o que no?, preguntas que ya le hiciera Estragon a Vladimir, y sin tanto palabrerío. Ya Sartre había afirmado que "el infierno son los otros": ¿para qué más?    










¡Dónde iremos a parar!

Se apagó el faro moral de los argentinos
Teodoro Boot

Hubo quien varias veces temió que resurgiera del ostracismo al que lo había condenado el peso de los años, pero eran muchos, excesivos, porque nadie puede vivir indemne un siglo. Ni el mal, dicen.

Quería decir, y me distraje, que nadie puede vivir cien años sin sufrir un grave deterioro físico y mental, aunque Dios nos libre de que en su caso haya sido también moral: hablamos, justamente, del faro moral que iluminó por décadas nuestras tristes vidas, estragadas por las pasiones, las luchas, desencuentros y confrontaciones, así como por la carcajada soez y depravada de las almas bajas, la burla, la copla cachadora o agraviante, la crispación, en suma.
Tuvo la desgracia de habitar el planeta Tierra, lleno de seres humanos, malvados, mezquinos, avariciosos y contaminantes. Y de todo este inmenso planeta lleno de miseria y ruindad vino a caer justo acá, donde todo es peor. Pero nuestro, como él.
Fue el suyo un destino aciago, que lo agobió de angustia y desasosiego, de hondo sufrimiento por todas y cada una de las cosas y las gentes.
Sufrió mucho, inmensamente. Sufrió tanto que vivió hasta los cien años. Imagínense.

Quiso el Creador, en su infinita aunque admitamos que muy ocasional misericordia, que en la última década nos dejara sin su voz, solos, sin su amarga advertencia, sin su ejemplificador reproche, sin su atento señalamiento, sin su mirada alerta y avinagrada, sin su incurable hipocondría, sin su palabra señera y anacrónica, siempre a destiempo…¿o acaso demasiado oportuna, siempre a tiempo?
Debe ser según se mire, porque algún sentido de la oportunidad ha de haber en eso de lanzar anatemas sobre asuntos irremediables, por pasados, si tan buenos resultados le dio.

Véase qué curioso, hablamos del segundo escritor argentino más conocido por los argentinos. O acaso hasta del primero, ya que el renombre de Borges es más internacional. Además, Borges era tan antipático.
De todos modos, de hacerse una encuesta entre los argentinos sobre cuál sería el mejor escritor argentino, probablemente ocupara el segundo lugar porque, ya es sabido, antipático y todo, Borges era un genio. Lo dicen en el mundo.
Si, en cambio, la encuesta fuera entre críticos o escritores, muy probablemente su lugar sería muy otro, muy por detrás de al menos medio centenar de sus contemporáneos.
Tampoco puede decirse que haya sido un escritor muy leído, aunque tal vez sí muy comprado. Y no por falta de méritos, no porque los tuviera sino porque no viene al caso juzgarlos. Es que no hay mucho suyo para leer, excepción hecha de los ensayos, tediosos como corresponde a los ensayos, pero menos filosóficos que neurasténicos. Es decir, que son tediosos no por ensayos sino por tediosos, a no ser que a uno se desviva por conocer las angustias que devoraban el alma de ese desdichado, extremadamente conciente de ser apenas un flato en el infinito universo. Pero no un flato cualquiera, sino un flato muy importante. Un flato moral.

Escribió tres novelas, de las cuales una gozó en su momento de gran popularidad. Es una novela rara, no por experimental, porque no contiene ningún experimento más que el de incorporar en el medio, pero no en el exacto medio, en la mitad, sino en el medio a la bartola, un relato que carece de la menor relación con el resto. Y eso ya se ha visto desde antiguo en las antologías y en los volúmenes de cuentos, aunque debe admitirse que nunca se ha usado en forma tan osada para llenar páginas.
Usted se preguntará: “¿Y para qué quería llenar páginas este hombre?”.
No debe hacerse esa clase de preguntas a un escritor.

De las tres novelas, además de la famosa, por rara o por la separata sobre ciegos que contiene, una es directamente ilegible y la otra, la más breve, es la mejor, seguramente por carecer de pretensiones, lo que la vuelve una rareza en nuestra literatura y, muy especialmente, en nuestro escritor.
Pero la famosa, de mirarse con ínfulas de sociólogo, sicólogo o parasicólogo de masas, permitiría adentrarse en el alma o el lugar común de una época, una clase y un país, y esa sería la dicotomía entre el norte y el sur, la tragedia y la esperanza, la violencia y la paz, la controversia y la comunión, el pasado y el futuro. 
Así, el norte es el pasado, la carga de la Historia, la tragedia, la violencia de la larga y cruenta retirada de Lavalle hacia Bolivia con Oribe pisándole los talones. 
Y el sur, la esperanza, la paz y comunión entre argentinos, el futuro en que se zambullen en su huida del presente los atribulados personajes de esa historia, ese futuro, ese mítico paraje en que todo está por hacerse. Y muy especialmente, la patria ahogada en sangre por las antinomias, que surgirá pura, radiante, templada en los rigores del clima y otras boberías por el estilo, muy acorde con otra pavada de época: la civilización es hija del frío, mientras los trópicos sólo pueden engendrar molicie y barbarie.
Sería en el frío, en el duro sur que tanto se parece al duro norte germánico y anglosajón, donde se plasmaría la nueva Argentina, la Argentina sin pasado y libre de pasiones facciosas, la Argentina de la revista Gente en sus albores, el ensueño corporativo de la inminente gesta regeneradora de Onganía. 

Es notable ver, ya decididamente atrapados por la parasicología de masas, cómo una clase social, cómo los escritores emblemáticos de una clase o una ideología que había ahogado en sangre al país que tanto amaba y tanto despreciaba, que en nombre de la libertad había amordazado y proscripto a su pueblo, que había restablecido la pena de muerte y los asesinatos como modo de dirimir las disputas políticas, cómo esa clase renegaba del pasado, de la historia, de la memoria para proponer un futuro límpido y libre de los ajustes de cuentas.
Porque de eso se trata, aunque resulta más palpable, más claro, tal vez por la diferente envergadura de los autores, en La guerra del cerdo, novela que para entenderse en toda su dimensión histórica y anticipatoria, debería leerse al revés: no son los hijos los que matarán a sus padres sino los padres quienes acabarán con sus hijos.
Pero semejante barbaridad es excesiva para nuestro hombre, lo sumiría en la angustia, como casi cualquier cosa, pero más. No puede permitírselo, porque al fin de cuentas, no expresa el inconciente de la clase dirigente sino la de su claque, siempre inocente, siempre moralista, siempre ausente y siempre cómplice ¿necesaria? No, indispensable.

¿Pero de dónde la fama, el prestigio, la autoridad moral de este escritor que no ha escrito mucho y no muy bueno, al menos, no sobresaliente?
De sus arrepentimientos. De su compulsión a los sistemáticos y ruidosos arrepentimientos.
Véase: precoz y becado científico, renuncia a la ciencia y se va al campo, pero no a trabajar, como cualquier hijo de vecino, sino a redimirse, a regenerarse y a escribir. 
Y escribe y al final publica un libro, una colección de ensayos en los que denuncia a la ciencia, su aparente objetividad y nos alerta sobre los procesos de deshumanización en las sociedades tecnológicas.
Sabe de lo que habla: ha sido científico.

Pero en su dura y torturada marcha hacia el pensamiento libre, de comunista que era, miembro del Partido Comunista, secretario general de la Federación Juvenil Comunista, renuncia al comunismo, al partido y a la juventud comunista y le hace una dura autocrítica, pública y ruidosamente.
Sabe de lo que habla: ha sido comunista.

Eso sí, tuvo el mérito de no ser peronista sino opositor al oscuro demagogo filofascista que no sólo halagó a las masas sino que supo despertar sus peores pasiones. Entre ellas el resentimiento que, en el caso argentino, se acumula desde el indio, el gaucho, el gringo, el inmigrante y el trabajador moderno, hasta conformar el germen peronista, el principal resentido.
Textualmente lo dijo, con esas exactas palabras y la profundidad que le era proverbial, en “El otro rostro del peronismo”, que viene a ser, aunque usted lo lea y no lo crea, un escrito reparador, un escrito reivindicador de lo bueno del peronismo, un escrito objetivo… de cuando el gobierno peronista ya no existía y los peronistas estaban en cafúa. Eso sí, no todos. Un poco porque eran muchos y otro porque se habían exilado o, unos cuantos, habían sido fusilados.
Usted puede leer el opúsculo de adelante para atrás y de atrás para adelante y no encontrará ninguna explicación, ninguna causa, ninguna razón que explique el resentimiento del indio, del gaucho, del gringo, del inmigrante y etcétera  Será que eran locos, esperando la llegada del loco mayor, el loco demagógico y filantrópico, el gran resentido hijo de puta.
Perdón, “natural”.

Usted advertirá: acá no se arrepintió. Y se equivoca: esto también es un ruidoso arrepentimiento, porque aunque usted no lo crea, en esa regurgitación de agravios creyó, muy sinceramente, estar haciendo una reivindicación del peronismo y hasta fue el primero de los antiperonistas en recuperar, resaltar la figura, el mensaje y la importancia de Eva Perón. Tanto, que podría decirse que fue casi el precursor del “evitismo”, el inventor del truco de ensalzar al muerto, que ya no jode a nadie, para denostar al vivo, el verdaderamente peligroso.
¿Pero de qué se está arrepintiendo y con tanto ruido como para publicar un escrito en el que ensalza nada menos que a Eva Perón?
De ser director interventor, director de facto, de la revista Mundo Argentino, cargo al que renunció con una estruendosa carta abierta a su hasta ese momento admirado Pedro Eugenio Aramburu en la que denuncia las torturas a que eran sometidos los presos políticos peronistas.
Sabe de lo que habla: ha sido gorila.

Poco después, apenas Arturo Frondizi asumió la presidencia, fue designado al frente de laDirección de Relaciones Culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores, a la que renunció al año siguiente disconforme con el gobierno.
Nadie supo ni sabrá jamás el nombre de quien ocupa la Dirección de Relaciones Culturales de la Cancillería, y como nadie sabe quién es, a nadie le importa si renuncia o no renuncia. Es más, ni se entera. Por mí, por usted, por millones de compatriotas, el director de Relaciones Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores podría haber sido y seguir siendo el mismo desde 1810, de manera que, para renunciar, a un director de Relaciones Culturales de la Cancillería le alcanza con cerrar la puerta de su despacho y dejarle la llave al ordenanza. 
Ysi a nadie le importa lo que haya hecho y ni siquiera se enteró que estaba, a nadie le importaría que se fuera. Ni por qué, puesto que tampoco nadie explicó para qué estaba.
Pero nuestro hombre, que además de culo inquieto es lengua suelta y rápido para la autocrítica, ¿no va y le hace la autocrítica a Frondizi?
¡Lo único que le faltaba a Frondizi era que también el director de Relaciones Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores le fuera con planteos!

Onganía, ya es sabido, alentó las expectativas de todos, excepto la de algunos pocos sindicalistas recalcitrantes, jóvenes peronistas tumultuosos, comunistas, trotskistas y castrocomunista. Si hasta Perón, que venía a ser la bestia negra de cuanto gobierno hubiera habido, apenas si pudo invitar a desensillar hasta que el panorama estuviera más claro.
Qué era lo que tenía que aclarar, visto desde hoy, queda muy confuso. Si la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia manifestadas por Onganía en sus primeros actos prevalecía, íbamos a poder, al fin, levantar una gran nación.
Lo dijo él, no yo. Si al fin de cuentas es ése el oscuro eje argumental de su novela rara, sólo que en vez de marchar hacia el sur en nuestra huida del pasado, de la tragedia, la lucha y los enfrentamientos, prevalecía la fuerza sin alarde y la firmeza sin prepotencia de las Fuerzas Armadas encarnadas en un caudillo providencial que decretaba, con la debida discreción, el fin de las antinomias, la farsa de la democracia. Imagínense que aun con la proscripción de los resentidos la Cámara de Diputados era “una farsa en la que nadie cree”.
Ya era tiempo o destiempo de venir y hacerle la autocrítica a la democracia, no cuando podía hacerse algo por la democracia sino cuando había sido reemplazada por la fuerza sin alardes. Y no en la intimidad, no en la frustrante, amarga y solitaria sensación de haber contribuido a ensangrentar el país inútilmente en nombre de la democracia, sino a los gritos, públicamente, porque la culpa no era de él sino de la democracia, que no lo merecía.

Fuerza sin alardes, firmeza sin prepotencia habrá también sido la de Jorge Rafael Videla, jefe del golpe militar que acabó con el turbulento y corrupto gobierno de los resentidos de siempre: almorzó con él en compañía de Jorge Luis Borges, Leonardo Castellani y Esteban Ratti, que no es insulto ni anatema sino el nombre del entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Sade.
Fue una conversación amable y distendida sobre la cultura en general, temas espirituales, culturales, históricos, en los que imperó un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. Sépase que “en ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica”.
Tan sólo Castellani, un cura que debía ser medio resentido y bastante impresentable, tuvo el mal gusto de reclamar la aparición con vida, cuando era tiempo, del escritor Haroldo Conti, quien una semana atrás había sido secuestrado por un grupo de tareas de las Fuerzas sin Alardes.

Pero a la dictadura también le iba a tocar el turno de caer bajo sus rayos fulminantes, y esta vez con mucho más ruido que nunca, a tenor de los horrores que demoró siete años en señalar, cuando no se estaba a tiempo de remediar nada, y también a tono con la envergadura moral que a esa altura había alcanzado el personaje. Podría haber sido su despedida triunfal y de algún modo lo fue, ya que a partir de entonces entró en el reino de los cielos, del que nunca más salió.
Nunca Más, de eso hablamos. Del informe presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que tuvo a bien presidir y cuyo prólogo escribió, produciendo una de las más sensacionales aportaciones a la ciencia de la patafísica: la teoría de los dos demonios.
El horror de lo escuchado había sido de tal envergadura que era imposible recurrir al eficaz remedio del perdono a tutti. ¿Cómo hacer entonces para dejar a salvo, en el limbo de la ingenuidad y el paraíso de la angelical ignorancia a la misma sociedad que había sido testigo, promotora y encubridora de ese horror? ¿Cómo dejar a salvo su propia indiferencia ante el destino de tortura y muerte al que su preocupación por la cultura en general, la plática amable y distendida, y su silencio habían condenado a Haroldo Conti?. Y a tantos otros, tantísimos sobre cuyos cadáveres y cuyos padecimientos daba el último paso para encaramarse en lo más alto del prestigio moral.
Era una vez más la apelación a la ingenuidad y a la ignorancia, la comprensión y el respeto mutuo, el debate distendido, el rechazo a las antinomias, a la polémica, a la lucha, a la confrontación, a la resistencia. Son otros, son ellos, son el pasado quienes nos han ensangrentado debido a su intemperancia y fanatismo, son los demonios que se combaten entre sí ante la sorprendida, azorada mirada de todos nosotros. Él en primera fila.
Es de nuevo el recurso de su novela rara, el rechazo de la propia realidad y la propia historia y la huida hacia ninguna parte pero disfrazada de hazaña, de proeza, de auténtica gesta. Moral, eso sí, que no duele.

Es hazaña, en efecto, verdadera hazaña la de construir un prestigio en base a la reiteración incesante de los mismos errores, a la observación a destiempo, al silencio siempre cómplice, a la palabra cuando es impune, al anatema tardío disfrazado de autocrítica. Son ellos, son los otros. Nosotros siempre nos enteramos tarde, no nos dimos cuenta ocupados en otras cosas. Somos inocentes, buenos, individualistas, autosuficientes y éticos; damos cátedras de moral.
Pero se ha apagado al fin.
Se ha apagado el faro moral que nos iluminaba, aunque queda su luz, tenue, difumada, sin claroscuros, como corresponde, pero eterna, como el aire, el agua y la bosta de las palomas.

4 comentarios:

Moscón dijo...

Y su hijo nos torturaba en plena época del proceso, con películas por el dirigidas(bajo el seudónimo de Adrián Quiroga),"la carpa del amor","los parchís",y una serie de engendros vomitivos.¿Porqué no se cortó la pija antes de procrear semejante hijodeputa?

Anónimo dijo...

Resulta "extraño" que alguien se empeñe en descalificar a Ernesto Sabato como escritor cuando con sus palabras articuladas en un texto intenta "ser original", que según el difunto al que se lo denómino "el faro moral", es en cierto poner de manifiesto la mediocridad de los demás.....

Anónimo dijo...

Porque tanto ensañamiento con un escritor que fue uno de los pocos intelectuales que reconoció el valor del 17 de octubre de 1945?

Anónimo dijo...

La fiesta de todos, película de 1978 dirigida por Sergio Renán con guión de Adrián Quiroga, alias de Mario Sábato

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