viernes, 8 de julio de 2011

Veda

Radios y canales de televisión del más variado pelaje nos informaron hoy que a las 08.00 comenzaba la veda electoral en cumplimiento de la ley sarazasaraza y también la veda alcohólica (dijeron con total seguridad). Craso error producto de nuestra escasa práctica democrática.
La Cervecería Bieckert y el compañero Moyano pusieron de inmediato el grito en el cielo:
- ¿Còmo que hoy?

Al filo de la prohibición, Magdalena Ruiz Guiñazú entrevistó hoy a un Mauricio Macri. El intendente se engolosinó en exagerar el haber de su gestión, y todo eso, desplegando (para goce y comprensión del vecino medio de la ciudad autónoma de Buenos Aires) un amplísimo vocabulario de casi 150 palabras o fonemas.
Respiramos hondo (¡OHMMMM!....) y adherimos (no queda otra) a la absurda veda, auténtica discriminación electoral, leyendo una crónica, la última, de la Sección Imposible de Télam.
Cualquier parecido con la realidad, como suele decirse, es pura coincidencia.




11 – Las tribulaciones del Niño Ramírez
Por Teodoro Boot
Ilustraciones de Solano López

No debería quejarme de estar el día entero estudiando el reglamento de rugby. Al Niño Ramírez no le va mucho mejor: siendo pasante en la revista para la actual temporada, por orden de García Rodríguez su destino en la vida es mantener actualizada la información para las necrológicas.
Mariani, nuestro secretario de Redacción, suele alterar, tergiversar y complicar las órdenes de García Rodríguez. Por ejemplo, además o independientemente de que por disposición de García Rodríguez yo deba estudiar las nuevas reglas del rugby y someterme a una dieta rigurosa a fin de bajar 30 kilos para ser imbatible en los line outs, a Mariani se le ocurrió designarme responsable absoluto y único redactor de la ignota sección Comercio Exterior, asunto del que entiendo todavía menos que de scrums, mauls y line outs. Pero en el caso del Niño Ramírez, se abstuvo de darle alguna orden: lo ve tan confundido con la actualización de las necrológicas que no quiere ofrecerle la menor oportunidad de hacer cualquier otra tarea que no sea la actualización de las necrológicas.
Desde entonces, El Niño Ramírez sigue absorto frente al monitor de su computadora, en la extraña postura “estatua viviente” que comparte con Ferraresi, quien sólo despierta de su letargo para manifestar su preocupación por que un comando de hinchas riverplatenses acabe con la vida de Daniel Alberto Passarela, sindicado como agente secreto boquense, un auténtico topo infiltrado nada menos que en la cumbre de la comisión directiva de la escuadra de Nuñez.
Tranquilicé a Ferraresi explicándole que la custodia policial del Kaiser había sido debidamente reforzada por las autoridades.
–¿Pero a vos te parece? –dijo Ferraresi.
Comenté que no veía nada de malo en que Passarella fuera custodiado. Ferraresi meneó tristemente la cabeza.
–No, no. Digo si no te parece extraño que se haya descubierto que es hincha de Boca.
–Bueno, es un futbolista profesional.
–¡Es el presidente del club! –exclamó Ferraresi– ¡Es como si el primer ministro francés, fuera agente de la CIA! Imaginate.
No imaginé nada y me senté a tomar mi café mientras reunía fuerzas suficientes para sumergirme en el “Reglamento de Rugby aprobado por la International Rugby Board”. Por el rabillo, reparaba en que el Niño Ramírez seguía mirando en mi dirección, pendiente de lo que yo hacía.
–Señor Monti –dijo al fin–, a usted le parecerá que soy un estúpido, pero ¿cómo se hace para mantener al día las necrológicas?
Después del súbito acceso de tos, saqué el pañuelo y limpié el monitor, salpicado de café. Me aclaré la garganta.
–Disculpame pibe. Me atraganté con una miguita…

Ferraresi volvió a despertar y acudió en mi auxilio.
–Es muy fácil. Tenés que mantener la información siempre actualizada.
La expresión del Niño Ramírez era un embrollo de nulidad y estolidez.
–¿Qué información?
–Toda la información –acoté.
El Niño se volvió hacia mí. Su labio inferior había caído hasta la altura del cuello.
–¿De qué?
–A ver…–dije disimulando en enorme esfuerzo que hacía para no soltar la carcajada–. Tenés que mantener las biografías actualizadas de tipos que todavía no se murieron.
–Pero son un montón…
–Miles –acotó Ferraresi.
El pobre Ramírez se veía cada vez más hundido en la confusión.
–No lo marees –le dije a Ferraresi en un rapto de piedad–. Lo que tiene que hacer es llevar actualizadas las biografías de los más importantes.
–Pero como también son miles –insistió Ferraresi–, de esa lista tenés que seleccionar los que se van a ir muriendo antes.
Los ojos del Niño Ramírez eran dos huevos fritos estrellados en una tarta de queso llena de granos.
–¿Y cómo averiguo…?
–¿Quién le dijo a estos pibes que el trabajo periodístico era fácil? –preguntó algo retóricamente Ferraresi.
–Hay algunos que tienen más posibilidades que otros –expliqué, antes de que fuese demasiado tarde y tuviéramos que hacer la necrológica del Niño Ramírez–. En principio, es una cuestión de edad.
El pasante pareció tranquilizarse. Ferraresi no lo iba a permitir:
–Pero la muerte es imprevisible. A cualquiera le puede agarrar un infarto, pisarlo un colectivo, atragantarse con una aceituna o… andá a saber….
–Claro –escuché decir al Niño Ramírez cuando empezó a sonar el teléfono de mi escritorio.
–Hola –dije en el teléfono.
–Pero vas a tener que averiguar el estado de salud de cada uno –explicaba Ferraresi.
–Federal en comisión –anunció la voz al otro lado de la línea.
¡El comisario Petorutti! Lo único que me faltaba.
–…si fuman, toman, se drogan, tienen alguna enfermedad hereditaria…–seguía diciendo Ferraresi.
–Estoy organizando la seguridad en la ciudad de Buenos Aires –dijo el comisario.
Traté de no seguir escuchando las inquietantes instrucciones de Ferraresi y me armé de la paciencia indispensable como para afrontar una conversación con el comisario.
–Don Américo, usted hace muchos años que está retirado.
–¿Retirado? –gritó el comisario– Sepa, Delmonte, que el comisario Américo Petorutti jamás dio un paso atrás. ¡Un oficial de la gloriosa Policía Federal argentina no se retira ni retrocede frente al crimen!
–Monti –corregí inútilmente, sin dejar de oír la voz de Ferraresi.
–Vas a tener que empezar de cero, pibe. Acá no hay archivos ni sección de necrológicas.
–… ¿y cómo empiezo?… –decía el Niño Ramírez.
–La regla de oro del periodismo –explicaba Ferraresi– es siempre recurrir a las fuentes directas.
Volví al teléfono. Petorutti había cortado la comunicación. A tiempo, porque el celular empezaba a vibrar sobre el escritorio. Resignado a que otra vez el llamado fuera suyo, atendí.
–Omare, ¿cómo stai?
¡Alessandra Bucolieri, la periodista italiana! Cada vez que Alessandra ronronea en el teléfono mi tensión arterial sube peligrosamente.
–¡Eccellente tu articolo sul bombardamento umanitario! –susurró Alessandra– Molto eccitante, molto… ¿come si dice?.. molto sexy.
–Alessandra –dije, calmoso, didáctico y gay como profesor de Oxford–, una nota sobre el bombardeo a Libia, por más que vos digas que es humanitario, no puede ser sexy. De ninguna manera.

–Ma era molto erotico, mi vini un brivido….
–¡Vos estás completamente loca!
Si bien Alessandra insiste en que le grité, eso no es verdad, aunque tal vez haya hablado en tono un poco enfático.
–Tiranno –susurró Alessandra– Io sono il tua schiava, tua puchinball.
Debía poner un corte a esa insensatez, pero cuidando de no mostrarme recio, lo que podría ser interpretado por Alessandra como una insinuación a una intimidad que no voy a negar que me resultaría atractiva pero que, más que nada, directamente me aterroriza.
–Bueno, basta de bromas, que tengo que trabajar. ¿Para qué me llamaste?
–Brr. Non arrabbiarti, mio criceto, che può essere molto pericoloso…
Era inútil. Cualquier cosa que le dijera sería inevitablemente interpretada en mi contra, pero eróticamente. No voy a negar que constituye una enorme ventaja sobre las interpretaciones de Cecilia, pero…
Mirándolo bien, las dos interpretan lo mismo: que yo las agredo y las descalifico, sólo que a Alessandra le gusta.
–…voglio un articolo –decía Alessandra, mientras yo me perdía en mi desordenada cabeza– circa il viagra che distribuisce Gheddafi…
¿Qué Ghaddafi distribuye viagra? ¿Qué estaba diciendo esta loca?
–…per lo stupro in massa degli avversari.
–Alessandra, por favor, no digás disparates.
–Non lo dico io, lo dice la Corte Penale Internazionale di La Haya.
–¡Basta de estupideces!
Y corté la comunicación, qué quieren que les diga. Hay cosas que son demasiado hasta para un periodista de Policiales abocado a estudiar el reglamento de rugby para escapar del comercio exterior. El problema es que de ahora en más, me será imposible sacarme de encima a Alessandra.
Exhalé un larguísimo suspiro. A mi lado, Ferraresi seguía instruyendo al Niño Ramírez.
–¿A usted le parece? –Por el tono de su voz, el Niño Ramírez parecía dudar.
–Siempre hay que acudir a las fuentes directas. –confirmó Ferraresi.
El teléfono de mi escritorio volvió a sonar.
–¿Le conté que me echaron del geriátrico?
¡Otra vez el comisario!
Tuve una sensación rara, como un malestar o una incomodidad, pero sin llegar a percibir el alcance y las consecuencias de las instrucciones de Ferraresi, que quedaron reverberando en mi cabeza, volví a sumergirme en el espiral descendente del Alzheimer al que me arrastraba el comisario.
–Después, el gangster de mi yerno me quiso meter en un manicomio, para proseguir impunemente con su actividad delictiva. No pudo. Es una lástima porque hubiera conocido al ministro Montenegro. Está tan nervioso que dentro de poco lo encierran.
Mientras empezaba a contar hasta diez, escuché a Ferraresi decir:
–Así que ya sabés: directamente a las fuentes.
–¿Adónde va con todo esto, don Américo?
–¿Cómo, Delmonte, no se enteró? ¡El que no se enteró se embroma! –rió Petorutti.
Cerré los ojos, tratando de tranquilizarme. Cuando los volví a abrir, el comisario no sólo no había desparecido sino que estaba parado frente a mí, muy sonriente mientras sostenía en su mano un celular y con la otra revoleaba peligrosamente su bastón de caña.
–Lo engañé –dijo al celular, pero mirándome a los ojos –. ¡Lo que no inventan ahora! ¡Un teléfono sin disco y sin enchufe!
Ferraresi se incorporó para saludar muy ceremoniosamente al comisario, que entrechocó sus talones y trastabilló, cayendo sobre el Niño Ramírez.
–Gracias, pebete –le dijo–. ¿Qué hacés acá en el diario?
–¿Qué diario? –preguntó el Niño Ramírez, ya bastante desconcertado con la actualización de las necrológicas como para adaptarse al mundo del comisario Petorutti.
–Eso –exclamó el comisario volviéndose hacia mí–. ¿Qué diario? –apoyó una mano en el hombro del Niño Ramírez – ¿Sos el canillita?
–Hago las necrológicas –balbuceó el Niño Ramírez.
El comisario se apartó de un salto y vino hacia mi escritorio.
–¿No sabe que dejaron 300 policías en los barrios del sur y llenaron todo de gendarmes?
Le dije al comisario que la noticia había salido en varios medios de comunicación.
–¿Y no está nervioso? –preguntó– El ministro Montenegro está que se come las uñas.
–No entiendo de qué me habla, don Américo.
–¡Los gendarmes van a cuidar el orden! Va a ser un despiplume.
No conseguía entender qué tenía tan nerviosos al comisario y al ministro Montenegro.
–¿Cómo se enteran los gendarmes si usted hace una denuncia al 911, que es de la policía? ¿Eh?
El comisario se dejó caer en una silla, abrumado.
–Les avisan –dije.
Petorutti me miró con asombro.
–¿Les avisan…? ¡Claro! –se incorporó con sorprendente vitalidad– ¡Les avisan!
Recogió su sombrero, que había dejado sobre el escritorio y añadió:
–Hay que contárselo ahora mismo al ministro Montenegro. Ya debe haber vaciado el frasco de pastillas para los nervios.
Y salió a la carrera rumbo al ascensor.

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