Como dijimos, Napoleón I (o sea, Napoleón Bonaparte) creó
decenas de cargos, títulos y tratamientos honoríficos para todos sus mariscales
e incluso para algún político civil, como el ex-obispo Charles-Maurice
Telleyrand-Pérygord.
Telleyrand, provisto de un envidiable transformismo,
detentó cargos oficiales tanto en la vieja monarquía absolutista como en la Revolución
Francesa, el Imperio Napoleónico y la Restauración Monárquica.
A esa larga lista de duques y archiduques nombrados al
frente de varias ciudades y zonas de Europa (Istria, Belluno, Neuchâtel, Wagram, Treviso, y muchos más) que, -se
consideraba-, representaban instantes gloriosos del las armas napoleónicas, se
agregan los reinos a cargo de los hermanos del Emperador, integrantes del
denominado Sistema Continental (proteccionismo francés) al que se enfrentaban Inglaterra
y las monarquías de la Santa Alianza (Austria, Rusia, Prusia) partidarias del
librecambio y que, por supuesto, trataban de imponerlo (por la fuerza) a los que, por sus propios intereses nacionales debían recurrir también a la protección de sus productos.
Sus hermanas, esposas (sucesivamente Josefina Beauharnais y
María Luisa de Habsburgo), cuñados, su madre y su único hijo reconocido también
ostentaron tratamientos honoríficos del tipo Su Alteza, Emperatriz, Señora
Madre, Príncipe de la Sangre, etc., siempre con mayúsculas.
Para reducir el dominio territorial de sus adversarios, el
Emperador creó países (Confederación del Rhin, Gran Ducado de Varsovia, Saboya,
etc.) que limitaban el poderío, individual o conjunto, de Prusia, Polonia e
Italia. No pudo con Gran Bretaña, aunque muchos whigs lo apoyaban.
Introdujo numerosas reformas en Francia: codificó (ordenó)
las leyes civiles (1804) con los principios de la Ilustración y el Derecho
Romano hasta ese entonces subestimado, urbanizó las ciudades de acuerdo a su
diseño actual, impuso modas en el vestir y en el lenguaje, bautizó nuevas
recetas culinarias...
¿Y todo eso, a nosotros de qué nos va?
El sistema napoleónico influyó decisivamente en nuestra
Organización Nacional y aún lo sigue haciendo, sea cual fuere la posición que
se tenga al respecto, por ejemplo: ¿acabó con el Antiguo Régimen monárquico o
contribuyó a reforzarlo?
Nadie puede ver seriamente a las actuales realezas
europeas como un calco de viejo monarquismo absolutista desalojado con las
revoluciones inglesa, norteamericana y francesa.
Por otra parte, el tema de Napoleón formó parte de las discusiones de
nuestros patriotas: no es casual que el general Manuel Belgrano auspiciara una
monarquía incaica, y el Imperio de Brasil por muchos años intentó reimponer un
absolutismo sui generis en este continente.
Pero también Napoleón era eurocentrista: ¡nada de libertad, igualdad y fraternidad para los negros haitianos, los monitos asiáticos o los Asambleístas del año XXX! Cuando se reivindicaban la igualdad, la fraternidad y la libertad, se refería exclusivamente a las de los europeos.
Sin embargo, estas casas reales, por lo general conservadoras
de principios anacrónicos, a veces dan pena aunque la de Holanda pase por
descontracturada.
Se trata de privilegios concedidos a ciertas familias, aceptados
por la mayoría en pos de cierta unidad, y admitidos por las respectivas
burguesías nacionales como “un mal necesario” o un “antigualla tolerada”.
Y por ese eurocentrismo que sobrevive por estas tierras a
pesar de los dramas terminales de Rajoy y la socialdemocracia en general,
podemos admitir que el paradigma de las burguesías nacionales (industriales y
emprendedoras) no funcionó aquí ni en ningún país sudamericano, incluyendo la paulista.
Por algo será.
Algunos opinan que porque somos tontos, vivos, ridículos o
poco patriotas. Y aunque para Feinmann la verdad ya no exista, uno espera
explicaciones sustanciales, no tonterías o dogmas repetidos por boca de loro.
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