viernes, 25 de mayo de 2012

Una locomotora olvidada: "La niña bonita"


Ayer perdí el teléfono celular. No es que lo use mucho (un mensaje de texto cada tanto) pero me preocupa en manos de quién habrá caído. Me aconsejan que llame a la empresa proveedora: lo he hecho de inmediato, o mejor, lo intenté.
A uno le enseñan que el cliente (soy un usuario, no jodan) debe llamar de inmediato al *111. Hay que armarse de paciencia porque no siempre te atienden. Pero es una misión imposible desde un teléfono de línea. Las tres veces que lo intenté, una voz grabada me respondía “(la empresa proveedora) le informa que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”.
Y digo que fueron tres las veces porque me curé en salud hace mucho, en los años ’90, cuando, ante una avería del teléfono de línea descubrí que las empresas Telefónica y Telecom no estaban conectadas entre sí. Dejo constancia que esta vez llamé desde líneas de cada una de las dos proveedoras principales, y desde una tercera provista por la empresa que también te brinda cable e internet.
En los ’90, mi línea correspondía a la primera, la de origen español. Marcaba el número correspondiente a “reparaciones”. La voz grabada, que era la de una locutora de radio El Mundo, me repetía ante cada nuevo intento: “Telefónica le informa que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”. Tenía que cruzar la avenida Rivadavia y pasar al territorio de Telecom para ser atendido. Fue entonces cuando me convertí en un personaje de El Viejo Criado de Tito Cossa: de este lado de la avenida Rivadavia era un extranjero.

La cosa se pondría todavía peor luego de diciembre de 2001, cuando por no pagar dos facturas consecutivas me cortaron parcialmente la línea. La locutora de radio El Mundo me informó desde la misma línea: “como hay un saldo no abonado, a partir de este momento su línea sólo funcionará para llamadas entrantes”, y a continuación el teléfono enmudeció, se murió. Bajo entonces desde el piso 15 donde vivía a un teléfono público y llamé a reparaciones. “Marque el número del que solicita reparación”. Lo marco. “Lamentamos informarle que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”. ¿Cómo que no era un cliente, si me reclamaban el pago de dos facturas y habían limitado el servicio a las llamadas entrantes? El famoso sistema me había expulsado. Intenté engañarlo marcando cualquier otro número, y cuando era atendido explicaba mi situación: “lamentamos informarle que no podemos hacer nada porque usted no existe” era la respuesta invariable, palabras más o menos.
Había sido arrastrado a un laberinto del que me costaría salir. Telefónica me inscribió con letras de fuego en el llamado Veraz, cuyo verdadero nombre es Index Debitoribus Prohibitorum.
La cosa es que ayer perdí el celular, pero no por mucho tiempo.
Soy un tipo obsesivo, conducta que es virtud o pecado capital según las circunstancias. Como miembro del grupo TOC, mi teléfono de línea figuraba en la lista de números guardados de manera que siempre apareciera en primer lugar. Es sencillo, uno escribe “AAA – Mi teléfono de línea” y mediante ese sencillo expediente se asegura de que el número aparezca siempre en primer lugar porque los circuitos electrónicos tienen una ordenada que es el titular de ese número y una abscisa que es el número en sí.  
No lo había guardado así, lo confieso, ante la eventualidad de una pérdida y la más remota eventualidad de que el aparato perdido fuera encontrado por un alma caritativa y no por un preso que lo usaría para chantajearme, sino para guardarme de las pérdidas de mi propia memoria. El avance tecnológico es tal que uno suele tener las contraseñas y números guardados en el ordenador, o en alguno de los chips que forman parte de la vida diaria, y con el tiempo se olvida confiando en que podrá recuperarlas con facilidad. 
No siempre ocurre.
Fui chantajeado con uno de esos secuestros virtuales, decía. La voz me informaba que mi hijo adolescente se había accidentado y agonizaba en una ambulancia del Same. El diálogo tuvo un curso más o menos previsible hasta que el tipo (que se identificaba como inspector tal y cual de la Policía Federal) cometió un error fatal: “el lamentable accidente se produjo en la calle Canning”, dijo. A partir de allí, y tranquilizado por la evidencia, el diálogo que siguió adquirió connotaciones surrealistas, aunque admito que el malhechor (morocho, joven, desocupado, primario incompleto y hoyoso de viruelas) no perdía la calma.
Por cierto, Canning se había convertido en Scalabrini Ortiz en los años 70, y a esta altura, la primera denominación había sido olvidada por gran parte de la población a excepción del sector etario de más de sesenta que no había perdido la memoria por la insidiosa actividad de “el señor alemán”. “Vos sos un chanta de cuarta”, dije y colgué. Si se va a cometer algún acto ilegal, que se haga con perspicacia, caramba.
El celular se me había deslizado del bolsillo en un taxi, y fue su chofer el que me avisó. Le estoy agradecido: todavía quedan buenos argentinos y taxistas que no escuchan Radio 10 ni ostentan esas banderas que reparte González Oro.
Nos encontramos en una esquina y el tipo, risueño, me aconsejó que jugara el número a la quiniela. Soy obsesivo, pero el juego de azar no me atrae. La semana pasada, mi mujer y yo recorrimos el llamado casino flotante. Nos horrorizó el espectáculo de cientos de personas luchando denodadamente contra unas máquinas por mor de la codicia.
Siguiendo, con pocas ganas, el consejo del buen samaritano, me prometí acercarme en cuanto pudiera a uno de esos negocios que se dedican a loterías y quinielas. 
A la noche tuve un extraño sueño.
Existe una versión popular de la “Interpretación de los sueños” de Sigmund Freud que convierte las imágenes y situaciones en números. Siguiendo el sueño o lo que recordaba de él, algunos retazos, debía jugarle unos pesos al 15, al 21 y al 86.
No importa el sueño en sí, ni su eventual interpretación (que me está vedada por el riesgo de caer en el ejercicio ilegal del psicoanálisis), pero sí mencionaré una de sus escenas: mi mujer tenía quince años y conducía una humeante locomotora de vapor cuyo frente tiznado lucía una escarapela argentina.
¿Será verdad?

1 comentario:

gem dijo...

LAS EMPRESAS DE TELEFONÍA SON LAS PRÓXIMAS QUE DEBERÍAN REVISAR, SON TAN CHORRAS COMO LOS Q TE ROBAN EL CELULAR, ponen trabas a todos los planteos, lo máximo que me ocurrió este mes es que en febrero cambié a plan a prepago, pues es un robo ese plan te cobran hasta para respirar, si queres consultar tu saldo $0.44 ctvs cada llamada $2.66 te dicen q te regalan 30 pesos comprando tal día y aunque no los uses en 10 dias te comen todo lo q no usaste, un desastre.

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