Ayer perdí el teléfono celular. No es que lo use mucho (un
mensaje de texto cada tanto) pero me preocupa en manos de quién habrá caído. Me
aconsejan que llame a la empresa proveedora: lo he hecho de inmediato, o mejor,
lo intenté.
A uno le enseñan que el cliente (soy un usuario, no jodan)
debe llamar de inmediato al *111. Hay que armarse de paciencia porque no siempre
te atienden. Pero es una misión imposible desde un teléfono de línea. Las tres
veces que lo intenté, una voz grabada me respondía “(la empresa proveedora) le
informa que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”.
Y digo que fueron tres las veces porque me curé en salud
hace mucho, en los años ’90, cuando, ante una avería del teléfono de línea
descubrí que las empresas Telefónica y Telecom no estaban conectadas entre sí. Dejo
constancia que esta vez llamé desde líneas de cada una de las dos proveedoras principales,
y desde una tercera provista por la empresa que también te brinda cable e
internet.
En los ’90, mi línea correspondía a la primera, la de origen español. Marcaba el
número correspondiente a “reparaciones”. La voz grabada, que era la de una locutora de radio El Mundo, me repetía ante cada nuevo intento: “Telefónica
le informa que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”. Tenía
que cruzar la avenida Rivadavia y pasar al territorio de Telecom para ser atendido. Fue entonces cuando me convertí en un personaje de El Viejo Criado de Tito Cossa: de este lado de la avenida Rivadavia era un extranjero.
La cosa se pondría todavía peor luego de diciembre de 2001,
cuando por no pagar dos facturas consecutivas me cortaron parcialmente la
línea. La locutora de radio El Mundo me informó desde la misma línea: “como hay
un saldo no abonado, a partir de este momento su línea sólo funcionará para
llamadas entrantes”, y a continuación el teléfono enmudeció, se murió. Bajo
entonces desde el piso 15 donde vivía a un teléfono público y llamé a
reparaciones. “Marque el número del que solicita reparación”. Lo marco. “Lamentamos
informarle que el número solicitado no corresponde a un cliente en servicio”.
¿Cómo que no era un cliente, si me reclamaban el pago de dos facturas y habían limitado
el servicio a las llamadas entrantes? El famoso sistema me había expulsado.
Intenté engañarlo marcando cualquier otro número, y cuando era atendido
explicaba mi situación: “lamentamos informarle que no podemos hacer nada porque
usted no existe” era la respuesta invariable, palabras más o menos.
Había sido arrastrado a un laberinto del que me costaría
salir. Telefónica me inscribió con letras de fuego en el llamado Veraz, cuyo
verdadero nombre es Index Debitoribus Prohibitorum.
La cosa es que ayer perdí el celular, pero no por mucho
tiempo.
Soy un tipo obsesivo, conducta que es virtud o pecado
capital según las circunstancias. Como miembro del grupo TOC, mi teléfono de
línea figuraba en la lista de números guardados de manera que siempre
apareciera en primer lugar. Es sencillo, uno escribe “AAA – Mi teléfono de
línea” y mediante ese sencillo expediente se asegura de que el número aparezca
siempre en primer lugar porque los circuitos electrónicos tienen una ordenada que es el titular de ese número y una abscisa que es el número en sí.
No lo había guardado así, lo confieso, ante la
eventualidad de una pérdida y la más remota eventualidad de que el aparato perdido
fuera encontrado por un alma caritativa y no por un preso que lo usaría para
chantajearme, sino para guardarme de las pérdidas de mi propia memoria. El
avance tecnológico es tal que uno suele tener las contraseñas y números
guardados en el ordenador, o en alguno de los chips que forman parte de la vida
diaria, y con el tiempo se olvida confiando en que podrá recuperarlas con
facilidad.
No siempre ocurre.
Fui chantajeado con uno de esos secuestros virtuales, decía.
La voz me informaba que mi hijo adolescente se había accidentado y agonizaba en
una ambulancia del Same. El diálogo tuvo un curso más o menos previsible hasta
que el tipo (que se identificaba como inspector tal y cual de la Policía
Federal) cometió un error fatal: “el lamentable accidente se produjo en la
calle Canning”, dijo. A partir de allí, y tranquilizado por la evidencia, el
diálogo que siguió adquirió connotaciones surrealistas, aunque admito que el malhechor
(morocho, joven, desocupado, primario incompleto y hoyoso de viruelas) no
perdía la calma.
Por cierto, Canning se había convertido en Scalabrini Ortiz
en los años 70, y a esta altura, la primera denominación había sido olvidada
por gran parte de la población a excepción del sector etario de más de sesenta
que no había perdido la memoria por la insidiosa actividad de “el señor alemán”.
“Vos sos un chanta de cuarta”, dije y colgué. Si se va a cometer algún acto
ilegal, que se haga con perspicacia, caramba.
El celular se me había deslizado del bolsillo en un taxi, y
fue su chofer el que me avisó. Le estoy agradecido: todavía quedan buenos
argentinos y taxistas que no escuchan Radio 10 ni ostentan esas banderas que
reparte González Oro.
Nos encontramos en una esquina y el tipo, risueño, me
aconsejó que jugara el número a la quiniela. Soy obsesivo, pero el juego de
azar no me atrae. La semana pasada, mi mujer y yo recorrimos el llamado casino
flotante. Nos horrorizó el espectáculo de cientos de personas luchando denodadamente
contra unas máquinas por mor de la codicia.
Siguiendo, con pocas ganas, el consejo del buen samaritano, me
prometí acercarme en cuanto pudiera a uno de esos negocios que se dedican a
loterías y quinielas.
A la noche tuve un extraño sueño.
Existe una versión popular de la “Interpretación de los
sueños” de Sigmund Freud que convierte las imágenes y situaciones en números. Siguiendo
el sueño o lo que recordaba de él, algunos retazos, debía jugarle unos pesos al
15, al 21 y al 86.
No importa el sueño en sí, ni su eventual interpretación (que
me está vedada por el riesgo de caer en el ejercicio ilegal del psicoanálisis),
pero sí mencionaré una de sus escenas: mi mujer tenía quince años y conducía una
humeante locomotora de vapor cuyo frente tiznado lucía una escarapela
argentina.
¿Será verdad?
1 comentario:
LAS EMPRESAS DE TELEFONÍA SON LAS PRÓXIMAS QUE DEBERÍAN REVISAR, SON TAN CHORRAS COMO LOS Q TE ROBAN EL CELULAR, ponen trabas a todos los planteos, lo máximo que me ocurrió este mes es que en febrero cambié a plan a prepago, pues es un robo ese plan te cobran hasta para respirar, si queres consultar tu saldo $0.44 ctvs cada llamada $2.66 te dicen q te regalan 30 pesos comprando tal día y aunque no los uses en 10 dias te comen todo lo q no usaste, un desastre.
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