Lo menciono a propósito de la tapa de Noticias que tanta interpretaciones provocó. No es preciso describirla nuevamente: todos sabemos de qué se trata.
Es cierto lo que dice Feinmann más abajo: para el
diccionario de la RAE, “yegua” se aplica a una mujer exuberante, atractiva y
provocativa. Estuve a metros de Cristina (por primera vez) en un reciente
homenaje a Envar El Kadre en el Centro Islámico: la ví atractiva en su figura y
provocativa en su discurso. Pero no me pareció exuberante, la que etimológicamente proyecta, muestra sus frutos, su fertilidad
(de ex: afuera, y uber/uberis: teta, mama, pecho) sino, quizás como resultado
de una intensa subjetividad, la del momento, como una mujer frágil y también
tensa como un arco pero también entregada
a su rol en la historia.
Dicen algunos que, desde la muerte de Perón, hay tantos
peronismo como peronistas.
Para mí, el peronismo es una condición ineludible de la
argentinidad. No se puede ser argentino y antiperonista. Y como consecuencia de
ello: no la toquen a esa mujer, que
es lo que Feinmann escribe más abajo. No soy su seguidor pero me parece que en
lo esencial comparto la contratapa que hoy escribe en Página 12.
Que no se atrevan.
Tenemos suficientes años como para haber padecido a muchos
peronistas que se convirtieron en oligarcas. Los menem que florecieron en todas
las épocas, el enriquecimiento ilícito, la reducción amancebada de una hija adolescente,
la traición desembozada o encubierta a los representados, las vilezas cometidas por pequeños personajes, el pensamiento
colonizado en definitiva que bien describió Fanon.
Una vez muerta Eva Perón, el gobierno justicialista emprende
los preparativos de su velatorio. Esa muerte había sido señalada en el devenir
de la historia nacional con una precisión raramente vista. Tuvo lugar a las 20
y 25 del 26 de julio de 1952. Durante los años que aún le restaron, el gobierno
de Perón instauró en ese hito temporal un noticiero que informara al país de
sus avatares. El locutor decía: “El noticiero de las 20 y 25, hora en que Eva
Perón entró en la inmortalidad”. Los restos de Eva son trasladados al Congreso
Nacional y ahí quedan a la espera de la veneración popular, del amor sin
límites de los que ella, cariñosamente, llamó sus grasitas. Sólo ella podía
llamarlos así. Se forman largas colas para pasar junto a su figura blanca,
embalsamada, mirarle la cara breve y dolorosamente –los que en serio la
lloraban, que eran la mayoría– y seguir, dar paso a otro, y a otro y a todos
los demás, que ya eran multitud. Al anochecer, el tiempo se pone lluvioso,
húmedas las calles y barrosas. “Hasta el cielo se ha puesto a llorar”, dice un
tango de Troilo. Bueno, algo así. Las luces son escasas. La cola avanza muy
lentamente. Es, imposible dudarlo, una ceremonia fúnebre, un adiós que no se
quería, un adiós que –casi como todos, aunque tal vez más– es un hueco que nada
podrá llenar. Ella era irremplazable.
En este cuadro de dolor
popular (que Borges, en su cuento El simulacro, definirá, con clara precisión y
desdén de clase, como “el crédulo amor de los arrabales”, frase que marca a
fuego, una vez más, la visión de los civilizados sobre el amor de las almas sencillas,
intocadas por la cultura, manipulables, el alma del pueblo bárbaro, siempre
materia mansa en manos de los demagogos) surge el personaje central del cuento
de Viñas, La Señora muerta. Se llama Moure, y no ha ido al sepelio para ver a
la “señora muerta”, ni para besar el féretro ni para aguantarse esa llovizna de
julio, fría como la muerte que da marco a todo, pero impiadosa con los huesos,
penetrándolos hasta el sufrimiento; tanto, como si nunca fuera a irse de ahí.
Moure sí, Moure quiere irse de ese lugar macabro. Pero no quiere irse solo.
Tuvo una idea ingeniosa, la perfecta idea de un piola de Buenos Aires, ya que
no otra cosa es él, Moure, que fue a la cola de los “crédulos de los arrabales”
para hacerse un levante, levantarse una de las tantas minas que estarían hartas
ya de esperar su turno y bien podrían volver otro día, mañana por ejemplo, o
pasado mañana o la semana siguiente, si nadie sabe cuánto va a durar eso.
Mientras el público siga llegando, mientras la cola no disminuya, llueva o no llueva,
la cosa va a seguir. Se acerca a una mujer y le da conversación. Al poco tiempo
pregunta la pregunta cuya respuesta lo puede meter esa noche helada con una
mujer en una cama, ardoroso y hasta desbocado. Le pregunta si no está cansada.
Ella lo mira, tiene una cara serena, adolorida, pero ya resignada a ese dolor y
tal vez a todos los que vengan de aquí en más. Ella no sabe qué decir.
Probablemente no se autorice el cansancio, lo sienta indigno, una traición a la
muerta, que se murió por no cansarse nunca, por trabajar hasta el último
aliento por los pobres. ¿Así le va a pagar? ¿Con el cansancio mezquino de no
tolerar una cola que lleva hasta su cara blanca, que ella quiere ver, y quiere
que también ella la vea, porque ella, ahora que es inmortal, puede verlo todo,
más que cuando vivía, más que cuando no era como es ahora, como Dios, inmortal?
Moure se impacienta. “¿Quiere irse?” “Cuando me sienta bien cansada.” “Pero
mire que tenemos para rato.” “¿Lo dice en serio?” “Yo siempre hablo en serio.”
“¿Y cuánto dice que falta?”
Moure le acerca el dato: “Unas
tres horas”. Antes les ha echado una mirada a los de adelante y vio que eran
muchos, demasiados, todos amontonados, indescifrables, turbios en medio de esa
oscuridad mojada. Para ella, tres horas son muchas. Aunque, agrega, a la gente
le gusta esperar. “Esperar algo, cualquier cosa...”
Algunos soldados, con caras de
sueño, reparten sopa, un líquido que echa humo y promete calor. Ella no quiere
sopa. De chica se la hacían tragar. “Era un asco.” Moure se siente más firme,
la victoria es suya. La cosa viene por el lado del hambre. De pronto, ella lo
sorprende con una pregunta que no esperaba, brava la pregunta, difícil: “¿A
usted le gustaba?” “¿Quién?” “La Señora. ¿Quién va a ser si no?”
La mujer desconoce que a Moure
la Señora le importa poco, que no está ahí por la Señora. Que ahora está ahí
por ella, y la mira fijo, y le calcula apenas veinticinco años. “Si me la
pierdo soy un... era joven”, dice.
Decide avanzar. No aguanta
más. Tiene que resolver ese asunto enseguida. Se le ocurre hablarle del sueño.
Si lo tiene, él la puede llevar a dormir. “¿Tiene sueño?” “Hambre tengo.”
“¿Quiere...?” “Sí.”
Ya está. La saca de la fila.
Buscan un taxi. Ella dice que la lleve a algún lugar cercano. Parece que su
cansancio suma tanto como sus ganas de comerse algo, de calentarse el estómago.
Moure le dice al taxista a dónde quiere ir y también que no conoce mucho la
zona, que él lo guíe. El taxista cumple con su tarea. Llegan al primer lugar.
En esa época a los hoteles transitorios les decían “muebles”. (Aunque Viñas
evita decirlo en su relato. Buscan un “lugar”.) El lugar está cerrado. “A
otro”, ordena Moure. Pero la deriva fracasa una y otra vez. Nada está abierto.
La mujer empieza a reírse. Le divierte ese largo paseo en busca de nada. De
puertas de chapa con candados enormes. Y esos carteles desteñidos que apenas
pueden leerse, aunque todos dicen: Cerrado. “¿Los llevo a otro?”, dice el
taxista. “Sí –dice Moure–, pronto. Pero pronto, por favor.”
“Y toparon con otro portón, una
gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer
aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse
en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo (...), pero las mujeres se
ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres.”
“¿Todo está cerrado?”, grita,
casi, Moure.
El chofer dice que sí y hasta
parece asombrado por la ignorancia de su pasajero: ese hombre no sabe nada de
nada, nada de lo que sucede en ese día y hace que suceda esto: que todos los
hoteles estén cerrados. Sugiere: “En la provincia”. “¿Seguro?” “No, seguro no.”
Y le explica. Cautelosamente
le explica. Como si reflexionara. Buscando darle algo de paz, de serenidad:
“Hay que aguantarse. Es por la Señora”. “¿Por la muerte de...?” necesitó Moure
que le precisaran. “Sí. Sí.” Locamente estalla: “¡Es demasiado por la yegua
ésa!”.
Entonces, bruscamente, esa
mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a
buscar la manija de la puerta.
–Ah, no... Eso sí que no
–murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta–. Eso sí que no se lo
permito... –y se bajó.
Se trata de un gran cuento de
David Viñas, antiperonista de toda la vida, pero un hombre que siempre tuvo su
corazón del lado de los humildes. No es por otro motivo que su narración cala
hondo en la conciencia autónoma, lúcida, de esa mujer sencilla. Que dice no,
eso sí que no. Que pone un límite. Que afirma su opción libre, su amor no
manipulado, no “bárbaro”, por la señora muerta que ese día no pudo ver. Viñas
jamás habría escrito una blasfemia como la de Borges. Si algo revela la
elección de la mujer ante Moure, decirle no, decirle “eso sí que no se lo
permito” es su amor auténtico por la Señora. Su amor, que tal vez sea “el amor
de los arrabales”, no es “crédulo”. Este adjetivo lo usa la derecha rancia y
despectiva de este país para denigrar las opciones de los humildes. Su amor es
tan crédulo que los tiranos lo atrapan con facilidad y lo instrumentan para sus
proyectos propios, siempre opuestos a los transparentes valores de la
república, de la cultura. Queda planteada una difícil pregunta para las clases
poseedoras, los “dueños de la tierra”, como los llamó Viñas en una de sus
primeras novelas: ya que ese amor, el de los arrabales, es tan crédulo, tan
fácil de manipular, ¿por qué tanto les cuesta apropiárselo? ¿Por qué se lo
apropian los tiranos y no los hombres de luces, de cánones y latines, los
hombres “de bien”?
Tampoco Moure evita dejar caer
sobre Eva Perón el adjetivo con que más se la señalaba en las reuniones
oligárquicas o en los casinos de oficiales: yegua. El Diccionario de Salamanca
ubica al adjetivo yegua dentro del lenguaje masculino. Significa vulgar. Pero
también: “Mujer llamativa o que tiene muy buena figura”. Nadie ignora que una “mujer
pública” como era Eva Perón y también una “mujer llamativa” o con muy “buena
figura” configura en el imaginario soez de las clases altas la abominada figura
de la hetaira. Ajena a la mujer de la burguesía, que pertenece ante todo a su
familia, a su hogar, a la crianza de sus hijos. Sin embargo, los seres
marginados por la cultura y la jactancia de clase de los dominadores saben
dónde poner sus amores. No son crédulos de los arrabales sobre los que las
clases altas deban imponer su linaje y conducirlos. Son seres libres,
libremente han elegido sus opciones y libremente las defenderán. Si alguien les
dice “yeguas” a las mujeres por las que han decidido ser representados, dirán
con simpleza, pero para siempre: –Eso sí que no se lo permito.
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